No era como el perrín que te miraba y con aquella mirada te decía todas las cosas, pero sí era algo que te daba compañía y entretenimiento; cuando la habías perdido o se había "espapado" andabas bastante desvalido. Cuando la estrenabas, que te la habían traído de Riello o del Castillo, la mirabas, la frotabas y podías verte en su hoja resplandeciente. Había de dos tipos, la gallega, con hoja ancha y punta aguda y un poco peligrosa; el mango de madera cruda con algún dibujo simple hecho al fuego; la hoja cerraba directamente en la hendidura del mango sin ningún refuerzo matálico. Esta hendidura se solía llenar de suciedad y ajustaba mal, quedando la punta al aire y alguna vez te provocaba algún que otro arañazo en el muslo cuando la llevabas en el bolsillo. Las de Albacete eran un poco más sofisticadas, no sólo la hoja era metélica, la empuñadura levaba protector metálico para que no se espapara y para que permaneciese abierta sin cerrarse sóla como le pasaba a la gallega. La navaja o "cheira", lo mismo servía para un roto que para un descosido, era un artilugio que te entretenía y te hacía matar el tiempo para que el tiempo no te matase.
Si ibas par en Monte de Abajo, la tradición era hacer un molino de agua y colocarlo en la Molineta para que diese vueltas y más vueltas y sirviese de compañía al próximo pastor. En quellos campares el ruido del agua que bajaba del Jardín, del Villar y de Oceo era tan constante y fuerte que te aislaba en su murmullo ensordecedor y te hacía sentir profundamente la soledad. Para hacer el molino de agua, a mi me enseñó Angel, padre, se buscaba un palo de chopo con suficiente grosor para que se pudiesen instalar las aspas. Las aspas había que trabajarlas con la navaja de tal manera que ofreciesen resistencia al agua y al mismo tiempo que se pudiesen incrustar en el centro del palo de chopo en las hendiduras hechas con la navjica. En los extremos del soporte de las aspas se hacía un rebaje para que pudiese girar y quedase un tope para que no se saliera del soporte al emprender el viaje circular de las vuetas y más vueltas. Se buscaba de donde sacar una canal para conducir el agua, solía ser la monda de un gajo de chopo, dos forquetas de soporte, el salto de agua y a funcionar. Era una imitación del molino de moler el pan con fines lúdico-ornamentales. Tenía su encanto ver dar vueltas a aquel rodezno horizontal y lanzar el agua al aire con cadencia y musicalidad. A la tarde en Oceo, lugar sombrío, lejano y un poco tenebroso, buscabas entre los llamargos, los mejores avellanos y cortabas las varas más rectas para hacerte un par de hijadas (¿ijadas?) para picar la pareja.
Si íbas para un prao que hubiese chopos, con su corteza, que arrancabas con una pina y una piedra, la forgabas para que quedase lisa y le íbas dando forma hasta obtener el objeto deseado para que luego te sirviese para tus recreaciones en tus juegos. Yo era bastante malo y todo parecido con la realidad era producto de mi imaginación. Si el destino era el monte de Arriba, cortabas escobas y hacías alguna escoba de barrer para buscar el halago de los de casa. En otoño, si pastoreabas en un parao con salgueros o paleros o que tuviese mimbres en el cierre, cortabas las varas, las pelabas y hacías un cesto para el verde o para las patatas. En primavera, siempre había alguna pobre rana que probaba el bisturí y era diseccionada sin anestesia para ver su corazón latir a la intemperie. Ya sé que os ha sonado muy cruel, pero fue así.
Si se te rompían las cuerdas de las "alparagatas" azules, con la navaja hacías agujero nuevo y podías volver a atartelas y andar otra vez con soltura.
La querida navaja también te servía para comer la merienda. Era un placer poner aquel trozo de jamón con tocino colorao encima del pan e ir cortando a trocitos o aquel trozo de lomo, yo siempre lo dejaba para lo último porque era lo que más me gustaba.
De tanto uso, dejaba de cortar y había que afilarla; buscar la piedra adecuada no era tarea fácil. Los morrillos, aunque eran muy duros, no servían, las peñas de pizarra, tampoco, la peña dulce, menos. Había que buscar piedra arenisca y no había muchas. Después de afilarla, era ora cosa. También eran bastante comunes las cortadas, y los dedines encañados, pero se lo perdonabas a tu navaja amiga y compañera. Muchas veces la perdí y hasta pedía a mi madre que le echara la oración de San Antonio.
Un abrazo.
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Si ibas par en Monte de Abajo, la tradición era hacer un molino de agua y colocarlo en la Molineta para que diese vueltas y más vueltas y sirviese de compañía al próximo pastor. En quellos campares el ruido del agua que bajaba del Jardín, del Villar y de Oceo era tan constante y fuerte que te aislaba en su murmullo ensordecedor y te hacía sentir profundamente la soledad. Para hacer el molino de agua, a mi me enseñó Angel, padre, se buscaba un palo de chopo con suficiente grosor para que se pudiesen instalar las aspas. Las aspas había que trabajarlas con la navaja de tal manera que ofreciesen resistencia al agua y al mismo tiempo que se pudiesen incrustar en el centro del palo de chopo en las hendiduras hechas con la navjica. En los extremos del soporte de las aspas se hacía un rebaje para que pudiese girar y quedase un tope para que no se saliera del soporte al emprender el viaje circular de las vuetas y más vueltas. Se buscaba de donde sacar una canal para conducir el agua, solía ser la monda de un gajo de chopo, dos forquetas de soporte, el salto de agua y a funcionar. Era una imitación del molino de moler el pan con fines lúdico-ornamentales. Tenía su encanto ver dar vueltas a aquel rodezno horizontal y lanzar el agua al aire con cadencia y musicalidad. A la tarde en Oceo, lugar sombrío, lejano y un poco tenebroso, buscabas entre los llamargos, los mejores avellanos y cortabas las varas más rectas para hacerte un par de hijadas (¿ijadas?) para picar la pareja.
Si íbas para un prao que hubiese chopos, con su corteza, que arrancabas con una pina y una piedra, la forgabas para que quedase lisa y le íbas dando forma hasta obtener el objeto deseado para que luego te sirviese para tus recreaciones en tus juegos. Yo era bastante malo y todo parecido con la realidad era producto de mi imaginación. Si el destino era el monte de Arriba, cortabas escobas y hacías alguna escoba de barrer para buscar el halago de los de casa. En otoño, si pastoreabas en un parao con salgueros o paleros o que tuviese mimbres en el cierre, cortabas las varas, las pelabas y hacías un cesto para el verde o para las patatas. En primavera, siempre había alguna pobre rana que probaba el bisturí y era diseccionada sin anestesia para ver su corazón latir a la intemperie. Ya sé que os ha sonado muy cruel, pero fue así.
Si se te rompían las cuerdas de las "alparagatas" azules, con la navaja hacías agujero nuevo y podías volver a atartelas y andar otra vez con soltura.
La querida navaja también te servía para comer la merienda. Era un placer poner aquel trozo de jamón con tocino colorao encima del pan e ir cortando a trocitos o aquel trozo de lomo, yo siempre lo dejaba para lo último porque era lo que más me gustaba.
De tanto uso, dejaba de cortar y había que afilarla; buscar la piedra adecuada no era tarea fácil. Los morrillos, aunque eran muy duros, no servían, las peñas de pizarra, tampoco, la peña dulce, menos. Había que buscar piedra arenisca y no había muchas. Después de afilarla, era ora cosa. También eran bastante comunes las cortadas, y los dedines encañados, pero se lo perdonabas a tu navaja amiga y compañera. Muchas veces la perdí y hasta pedía a mi madre que le echara la oración de San Antonio.
Un abrazo.
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Como siempre SÑOR PEÑA, el relato precioso y lleno de recuerdos, de todos los jugetes que haciamos ami el que mas me gustaba y casi nunca le hacia funcionar era una flauta hecha con la piel de una vara de salgero (un saludo del pueblo de mas arriba)