De tanto en tanto había que hacer limpieza de la chimenea de la cocina, el sarro se acumulaba en las paredes y no tiraba y se formaban unas zorreral de mil demonios. En una de esas ocasiones de limpieza, vino a hacero uno de Andarraso, hijo de Monolico, creo. Después de los trabajos correspondientes había que hacer la comprobación y demostrar que la cocina tiraba bien y que las zorreras ya eran cosa del pasasdo. Encendió la lumbre, con su paja, sus aguzos de urz y su leña menuda y al cabo de unos instantes, mi hermana y yo que estábamos espectantes, tuvimos que abrir las dos ventanas de la cocina y la puerta del pasillo porque casi no nos veíamos. Al hacerse un poco de corriente, el humo se despejó algo y allí al lado de la cocina, con el gancho en una mano, vimos al de Andarraso, torciendo los labios hacia arriba y a los costados, dibujando una mueca cómica en su rostro. Con la mano desocupada se frotaba los ojos de los que se adivinaba que habían corrido grandes lagrimones, la cara toda "tisnada" y de su boca, ya sin mueca salió fuerte, alto y con impotencia un: " cagon la cosina iel que la fisio".
Mi hermana y yo nos miramos con aquellas miradas complices que muchas veces nos cruzabamos y casi siempre se encontraban y en un ataque irreprimible, arrancamos a reír sin poder parar. Fue de aquellas situaciones que quieres parar y no puedes y haces esfuerzos, contienes la respiración, pero ese aire que has introducido sale con más fuerza y la risa es más alta y provoca en el otro el volver a reir sin freno y vuelta a empezar. Acabas sudado del esfuerzo de reír y del esfuerzo de reprimirte, pasas verguenza porque el tercero pensará que te ríes de él. El ataque duró rato. Días después, si yo miraba a mi hermana y hacía alguna mueca con los labios y los ojos ya teníamos risa para rato.
Otro momento de risa incontenible y que yo en mi inocencia infantil buscaba, aunque me costó alguna bronca, era en el rezo del Rosario. Mi hermana era la rezadora que se colocaba en su reclinatorio delante de todos y llevaba la voz cantante con el Santa María..., llevaba la cuenta de los Misterios y encabezaba la Salve (era el rezo que más me gustaba, aunque se decía en latín las palabras eran muy sugerentes). El silencio, el respeto, lo prohibido, siempre me conducía al ¡jiji! y después del primero venía el segundo ¡jijijijiji! más largo, mi hermana empezaba a recortar el Santa María para coger aire y resistir la tentación, pero... la tentación era irrefrenable y la explosión de ¡jijis, jujus y jojojos! llenaban la pequeña Iglesia. Después de dos intentos para continuar con el Rosario, como yo continuaba sin control, mi hermana me hacía salir de la Iglesia. Lo recuerdo como algo muy placentero.
Años más tarde, viendo una película, La pantera Rosa, para más señas, los dos mismos complices de risa contagiosa y sana, trajinos loco al acomodador con la linterna para aquí y para allá. Al final todo el cine reía tanto que encendieron las luces y pararon la proyección, todos nos vimos las caras y seguimos viendo la película y riendo a trroche y moche.
Un abrazo.
Mi hermana y yo nos miramos con aquellas miradas complices que muchas veces nos cruzabamos y casi siempre se encontraban y en un ataque irreprimible, arrancamos a reír sin poder parar. Fue de aquellas situaciones que quieres parar y no puedes y haces esfuerzos, contienes la respiración, pero ese aire que has introducido sale con más fuerza y la risa es más alta y provoca en el otro el volver a reir sin freno y vuelta a empezar. Acabas sudado del esfuerzo de reír y del esfuerzo de reprimirte, pasas verguenza porque el tercero pensará que te ríes de él. El ataque duró rato. Días después, si yo miraba a mi hermana y hacía alguna mueca con los labios y los ojos ya teníamos risa para rato.
Otro momento de risa incontenible y que yo en mi inocencia infantil buscaba, aunque me costó alguna bronca, era en el rezo del Rosario. Mi hermana era la rezadora que se colocaba en su reclinatorio delante de todos y llevaba la voz cantante con el Santa María..., llevaba la cuenta de los Misterios y encabezaba la Salve (era el rezo que más me gustaba, aunque se decía en latín las palabras eran muy sugerentes). El silencio, el respeto, lo prohibido, siempre me conducía al ¡jiji! y después del primero venía el segundo ¡jijijijiji! más largo, mi hermana empezaba a recortar el Santa María para coger aire y resistir la tentación, pero... la tentación era irrefrenable y la explosión de ¡jijis, jujus y jojojos! llenaban la pequeña Iglesia. Después de dos intentos para continuar con el Rosario, como yo continuaba sin control, mi hermana me hacía salir de la Iglesia. Lo recuerdo como algo muy placentero.
Años más tarde, viendo una película, La pantera Rosa, para más señas, los dos mismos complices de risa contagiosa y sana, trajinos loco al acomodador con la linterna para aquí y para allá. Al final todo el cine reía tanto que encendieron las luces y pararon la proyección, todos nos vimos las caras y seguimos viendo la película y riendo a trroche y moche.
Un abrazo.