Mi fama de buen portero se extendió como la pólvora, no sólo en el equipo de fútbol del Mercado. Aquel año hacía cuarto de bachiller en el Colegio Leonés que era dónde había hecho el bachiller mi hermano y donde seguramente tenía que haber empezado yo, pero empecé en uno religioso de postín para mayor gloria del choque de civilizaciones: capitalinos contra paletos.
Compartía patrona con un chavalote de la Ribera, Raúl, hijo de maestro que estudiaba en la Normal y que jugaba a balonmano. Córdoba, profe de E. F. del Leonés e hijo de los que regentaban un ambigú del S. E. U. (sindicato estudiantes universitarios) dónde servían una ensaladilla rusa buenísima, charlando con Raúl Bodes de que estaba haciendo un equipo de Hockey sala en el colegio, Raúl le habló de un cahaval que estudiaba allí y que era muy bueno de portero. Así fue como yo empecé a formar parte de la élite del colegio Leonés. De salir a entrenar en tiempo de clase, de sentir la envidia clavada en mi espalda, de hacer los exámenes finales unos días antes que el común de los estudiantes. Supongo yo que habría alguna subvención para participar en los, creo que eran los XXII Juegos Escolares de España. La participación daba prestigio y hacerlo en según que deporte estaba cara. Tirarían por el camino de en medio y se apuntaron con un equipo nuevo y sin copetencia en León. Sobre patines sí había, pero sala, no. No tuvimos que jugar la fase provincial, porque no había competencia y llegado el día nos fuimos para la capital a los Juegos Escolares Nacionales.
Los entrenamientos fueron duros. Tivimos que aprendernos el reglamento y yo concretamente, adaptarme al stick como los demás compañeros, y a las defensas enormes que te limitaban los movimientos, al casco que te protegía la cara de aquellla pelota dura que impulsada por los sticks se convertía en un proyectil. A lo lo que más costaba adaptarte era a la coquilla, protectora de genitales. Todo aquello, sintiendonos los más importantes del mundo mundial, fue coser y cantar. Llegó el día de marchar para Madrid. Todo eran nervios y preparativos, bueno preparativos, no muchos. Una bolsa de deporte con el chandal, negro con ribetes amarillos que nos dieron para estrenar. Un pantalón de deporte, unas camisas. En aquellos tiempos todavía no había llegado la invasión de camisetas deportivas. Eran camisas con botones y manga larga y abotonadura en el puño. Y poco más. Vino el direcor, D José Belinchón a despedirnos, La Sta. Dolores Piedra, la de Mates (por quien sentía un amor platónico ciego), padres, amigos, casi multitud. A mi me vino a despedir mi hermano y me dio una propina para gastos y el encargo de que me lo pasase bien.
Subimos al tren sobre las nueve de la noche. Disponíamos de un vagón para nosotros sólos. Desde la misma estación, las risas no pararon. Reíamos por todo. No había palabra, gesto o recuerdo que no nos llevara a un caudal de carcajadas, inocentes, abiertas y muy sonoras.
Nos instalaron en la Residencia Onésimo Redondo, en la Casa de Campo. A pensión completa, con vino y gaseosa en las comidad. Paseamos en barca en el lago. Montamos en metro. Estuvimos a la sombra de los rascacielos de la Plaza de España. Bebiamos pepsi y comimos bocadillos de calamares. La gloria debía de ser algo igual, pero no mejor. El campeonatp empezó. Ibamos a competir a Vallehermoso. Cuando no competíamos, mirábamos. Era un magno acontecimiento deportivo de la adolescencia de España. La flor y la nata y algún colado como nosotros. Empezamos muy bien, goleando. Al segundo día también. Un empate. Estábamos arriba de la clasificación. quedaban dos partidos, contra la Salle Bonanova de Barceloa y El Sagrado Corazon de los HH Maristas de Alicante. El peso de la responsabilidad empezó a hacer mella. Jugamos contra Alicante y empatamos. La Bonanova había ganado. Todo era posible, nada estaba perdido. Si ganábamos a la Bonanova en el último partido, seríamos medalla de oro; si empatábamos, plata. Se jugaba por la tarde. Aquel día en la comida, creo que fue Cañibano, dijo que teniamos que asegurar y que no íbamos a beber vino como habíamos hecho los días precedentes. Nadie bebió. Todo el mundo estaba concentrado; hasta alguno rezaba y besaba medallas y se cruzaban dedos. El oro estaba ahí mismo. Fue a las cinco de la tarde, en Vallermoso y el cielo de Madrid por testigo. Contrataque y gol. Uno cero. To estaba más cerca. El silbido final sonó y una sombra negra nos envolvió. Las miradas estaban en el suelo. Los oídos sordos del todo. Una voz, potente, fuerte, ronca, nos sacó de aquella profunda falla: " ¡Coño! ¡Que somos los terceros de España! ¡Es un triunfo sin igual! No quiero ver a nadie mirar al suelo!" Era Córdoba que nos aleccionaba, nos mimaba, nos reconocía, nos enderezaba. La cena fue normal. Al día siguiente en la fiesta de clausura nos entregaron, uno a uno, una medalla de bronce, con águila de falange. Estábamos entre los grandes de España. Medalla de bronce en los XXII canpeonatos escolares nacionales.
Un abrazo.
Compartía patrona con un chavalote de la Ribera, Raúl, hijo de maestro que estudiaba en la Normal y que jugaba a balonmano. Córdoba, profe de E. F. del Leonés e hijo de los que regentaban un ambigú del S. E. U. (sindicato estudiantes universitarios) dónde servían una ensaladilla rusa buenísima, charlando con Raúl Bodes de que estaba haciendo un equipo de Hockey sala en el colegio, Raúl le habló de un cahaval que estudiaba allí y que era muy bueno de portero. Así fue como yo empecé a formar parte de la élite del colegio Leonés. De salir a entrenar en tiempo de clase, de sentir la envidia clavada en mi espalda, de hacer los exámenes finales unos días antes que el común de los estudiantes. Supongo yo que habría alguna subvención para participar en los, creo que eran los XXII Juegos Escolares de España. La participación daba prestigio y hacerlo en según que deporte estaba cara. Tirarían por el camino de en medio y se apuntaron con un equipo nuevo y sin copetencia en León. Sobre patines sí había, pero sala, no. No tuvimos que jugar la fase provincial, porque no había competencia y llegado el día nos fuimos para la capital a los Juegos Escolares Nacionales.
Los entrenamientos fueron duros. Tivimos que aprendernos el reglamento y yo concretamente, adaptarme al stick como los demás compañeros, y a las defensas enormes que te limitaban los movimientos, al casco que te protegía la cara de aquellla pelota dura que impulsada por los sticks se convertía en un proyectil. A lo lo que más costaba adaptarte era a la coquilla, protectora de genitales. Todo aquello, sintiendonos los más importantes del mundo mundial, fue coser y cantar. Llegó el día de marchar para Madrid. Todo eran nervios y preparativos, bueno preparativos, no muchos. Una bolsa de deporte con el chandal, negro con ribetes amarillos que nos dieron para estrenar. Un pantalón de deporte, unas camisas. En aquellos tiempos todavía no había llegado la invasión de camisetas deportivas. Eran camisas con botones y manga larga y abotonadura en el puño. Y poco más. Vino el direcor, D José Belinchón a despedirnos, La Sta. Dolores Piedra, la de Mates (por quien sentía un amor platónico ciego), padres, amigos, casi multitud. A mi me vino a despedir mi hermano y me dio una propina para gastos y el encargo de que me lo pasase bien.
Subimos al tren sobre las nueve de la noche. Disponíamos de un vagón para nosotros sólos. Desde la misma estación, las risas no pararon. Reíamos por todo. No había palabra, gesto o recuerdo que no nos llevara a un caudal de carcajadas, inocentes, abiertas y muy sonoras.
Nos instalaron en la Residencia Onésimo Redondo, en la Casa de Campo. A pensión completa, con vino y gaseosa en las comidad. Paseamos en barca en el lago. Montamos en metro. Estuvimos a la sombra de los rascacielos de la Plaza de España. Bebiamos pepsi y comimos bocadillos de calamares. La gloria debía de ser algo igual, pero no mejor. El campeonatp empezó. Ibamos a competir a Vallehermoso. Cuando no competíamos, mirábamos. Era un magno acontecimiento deportivo de la adolescencia de España. La flor y la nata y algún colado como nosotros. Empezamos muy bien, goleando. Al segundo día también. Un empate. Estábamos arriba de la clasificación. quedaban dos partidos, contra la Salle Bonanova de Barceloa y El Sagrado Corazon de los HH Maristas de Alicante. El peso de la responsabilidad empezó a hacer mella. Jugamos contra Alicante y empatamos. La Bonanova había ganado. Todo era posible, nada estaba perdido. Si ganábamos a la Bonanova en el último partido, seríamos medalla de oro; si empatábamos, plata. Se jugaba por la tarde. Aquel día en la comida, creo que fue Cañibano, dijo que teniamos que asegurar y que no íbamos a beber vino como habíamos hecho los días precedentes. Nadie bebió. Todo el mundo estaba concentrado; hasta alguno rezaba y besaba medallas y se cruzaban dedos. El oro estaba ahí mismo. Fue a las cinco de la tarde, en Vallermoso y el cielo de Madrid por testigo. Contrataque y gol. Uno cero. To estaba más cerca. El silbido final sonó y una sombra negra nos envolvió. Las miradas estaban en el suelo. Los oídos sordos del todo. Una voz, potente, fuerte, ronca, nos sacó de aquella profunda falla: " ¡Coño! ¡Que somos los terceros de España! ¡Es un triunfo sin igual! No quiero ver a nadie mirar al suelo!" Era Córdoba que nos aleccionaba, nos mimaba, nos reconocía, nos enderezaba. La cena fue normal. Al día siguiente en la fiesta de clausura nos entregaron, uno a uno, una medalla de bronce, con águila de falange. Estábamos entre los grandes de España. Medalla de bronce en los XXII canpeonatos escolares nacionales.
Un abrazo.