Ana, eres la remonda,
es verdad que utilizamos los diminutivos muchísimo, algunas veces hasta llegamos a empalagar. Cuando dos nombres coincidían de padre e hijo, que era muy común, al padre se le denominaba con el nombre correcto y al hijo con el "...ín". En las féminas no se daba tanto la repetición, quizá de abuelas a nietas y entonces funcionaba el "... ina". Cuando la coincidencia se daba entre dos adultos, no familiares. A uno, el de menos estatura, normalmente, se le daba el nombre propio con el que le habían bautizado y al que había crecido más se le le añadía la terminación "... ón". Tienes razón Ana, mi nombre no te diría nada, y lo de familia en Rosales, alguna había, algún primo de mi madre. Si contrastásemos los árboles genealógicos seguro que encontraríamos parientes por las dos ramas.
No nos conocemos, pero seguramente coincidiremos saboreando flores de saúco en cualquier restaurante: La Lomba o Río Omaña o California, los caminos de la suerte son inescrutables.
Vamos a ver Robledo, así que me tienes localizado desde el primer día que entraste en contacto conmigo. Es que soy transparente como el agua clara de la fuente de Arriba cuando manaba libremente a borbotones y con aquel soniquete de nana que arruyaba los pozos de lavar y de regar. Los mensajes salen como salen, con detalles y nombres que vamos recordando entre todos. Me parece muy bien tu sugerencia de mantenerte en secreto y que el halo de misterio se cierna sobre las andanzas de aquellos veranos. Pero alguna pista tenemos que ir dando, por ejemplo: la familia dónde tú veraneabas, ¿iba a por agua a la fuente de Arriba o a la de Abajo? Yo iba a la de arriba con dos calderos. Si dejaba los brazos extendidos los calderos tocaban en el suelo y el agua se derramaba y llegaba a casa con dos culicos, además de reventado. Un poco más mayor, ya no pegaban los culos en las piedras o en las peñas, pero el oleaje que se formaba en la superficie, era tal, que, de olita en olita, los calderos se iban vaciando y llegaban a casa medio llenos o medio vacíos, dependiendo del efoque optimista o pesimista que le diera al asunto. Aprendí que poniendo unas hojas de negrillo o de guindal, que eran un poco más anchas, sobre el agua de los calderos, acompañaban el oleaje y no había vertido de agua. Controlaba la fuga del agua y llegaba a colocarlos llenitos en aquella especie de armario de calderos que había en la cocina para que el culo del mismo quedase suspendido sin tocar el suelo de madera de la cocina y así evitar que la humedad lo pudriese. Aquellas hojas flotantes que se balanceaban de un lado para otro como barcas a la deriva y mantenían a raya el agua de la fuente de Arriba, me proporcionaban autoestima y me hacían sentir mayor. ¡Qué satisfacción, llegar a la cocina y no tener que echar el agua de un caldero en el otro y "arrear" otra vez para la fuente!
Tampoco estaría mal que nos explicases el porqué de Robledo.
Un abrazo.
es verdad que utilizamos los diminutivos muchísimo, algunas veces hasta llegamos a empalagar. Cuando dos nombres coincidían de padre e hijo, que era muy común, al padre se le denominaba con el nombre correcto y al hijo con el "...ín". En las féminas no se daba tanto la repetición, quizá de abuelas a nietas y entonces funcionaba el "... ina". Cuando la coincidencia se daba entre dos adultos, no familiares. A uno, el de menos estatura, normalmente, se le daba el nombre propio con el que le habían bautizado y al que había crecido más se le le añadía la terminación "... ón". Tienes razón Ana, mi nombre no te diría nada, y lo de familia en Rosales, alguna había, algún primo de mi madre. Si contrastásemos los árboles genealógicos seguro que encontraríamos parientes por las dos ramas.
No nos conocemos, pero seguramente coincidiremos saboreando flores de saúco en cualquier restaurante: La Lomba o Río Omaña o California, los caminos de la suerte son inescrutables.
Vamos a ver Robledo, así que me tienes localizado desde el primer día que entraste en contacto conmigo. Es que soy transparente como el agua clara de la fuente de Arriba cuando manaba libremente a borbotones y con aquel soniquete de nana que arruyaba los pozos de lavar y de regar. Los mensajes salen como salen, con detalles y nombres que vamos recordando entre todos. Me parece muy bien tu sugerencia de mantenerte en secreto y que el halo de misterio se cierna sobre las andanzas de aquellos veranos. Pero alguna pista tenemos que ir dando, por ejemplo: la familia dónde tú veraneabas, ¿iba a por agua a la fuente de Arriba o a la de Abajo? Yo iba a la de arriba con dos calderos. Si dejaba los brazos extendidos los calderos tocaban en el suelo y el agua se derramaba y llegaba a casa con dos culicos, además de reventado. Un poco más mayor, ya no pegaban los culos en las piedras o en las peñas, pero el oleaje que se formaba en la superficie, era tal, que, de olita en olita, los calderos se iban vaciando y llegaban a casa medio llenos o medio vacíos, dependiendo del efoque optimista o pesimista que le diera al asunto. Aprendí que poniendo unas hojas de negrillo o de guindal, que eran un poco más anchas, sobre el agua de los calderos, acompañaban el oleaje y no había vertido de agua. Controlaba la fuga del agua y llegaba a colocarlos llenitos en aquella especie de armario de calderos que había en la cocina para que el culo del mismo quedase suspendido sin tocar el suelo de madera de la cocina y así evitar que la humedad lo pudriese. Aquellas hojas flotantes que se balanceaban de un lado para otro como barcas a la deriva y mantenían a raya el agua de la fuente de Arriba, me proporcionaban autoestima y me hacían sentir mayor. ¡Qué satisfacción, llegar a la cocina y no tener que echar el agua de un caldero en el otro y "arrear" otra vez para la fuente!
Tampoco estaría mal que nos explicases el porqué de Robledo.
Un abrazo.