No recuerdo el año del acontecimiento, ni tampoco el mes. Calculo que
fue después de Navidad. No sé el motivo ni la circunstancia, pero aquella tarde, estaba sólo en casa. Estaba libre de la mirada de los mayores y eso me daba alas para volar en mi atrevimiento. Como todo niño, sentí la atracción de lo prohibido y al mismo tiempo la oportunidad de equipararme con los mayores y medrar. Si seguía los pasos, no tenía por qué ser peligroso y todo podía quedar en el secreto de mi intimidad.
En casa no eran aficionados a la caza. A mi padre sólo lo vi apear dos palomas torcaces de un tiro, una tarde de invierno que, supongo desorientadas, aparecieron en nuestro losado. " No hagas ruido, ni te muevas, que voy a por la escopeta". En casa había una escopeta de un sólo cañón, muy largo. Algunas veces yo lo había comparado con escopetas de dos cañones, de mis primos. La nuestra, sólo tenía un cañón, pero era más largo. Se guardaba en el comedor, en un espacio que quedaba libre entre la cómoda y la pared. Tenía un cinto para colgarla a la espalda, culata de madera, gatillo, seguro y lo más destacado y atractivo, el perrillo. Era externo y le daba un aire de notoriedad y distinción que las escopetas de dos cañones no tenían, porque la percusión era interna. Aquel perrillo había que hacerlo retoceder con el dedo pulgar, suavemente hasta que hacía un tope, acompañado con un casi imperceptible ruido y allí se quedaba en posición de dispuesto para atacar la aguja que iría directa al ojillo central del cartucho que se había introducido, ajustadamente, en el cañón una vez abierta la escopeta.
Enseguida volvió con la escopeta. Échó una rodilla a tierra y la deflagración se extendió por todo el pueblo y en unos pocos segundos se oyó en la canalina un eco suave. Antes de que el eco volviese, los dos cuerpos, con las plumas "espelurciadas" cayeron al "techado" del establo y de allí, rodando, hasta el corral. La nieve que había en el trozo más sombrío del losado quedó pintada de encarnado.
Mi hermano tampoco era aficionado a la caza, alguna vez iba con los primos de Santibáñez, a alguna batida de lobos o a la "sitera" que colocaban en el Convento. Alguna liebre y algún grajo vi cobrar, pero poca cosa más.
Aquella tarde que disponía de toda la casa sin ojos ni sorpresas, salí de la cocina, atravesé el pasillo y entré en el comedor. Primero me dirigí a la mesa que ocupaba el centro y estiré del cajón de gran tamaño que me costó bastante abrir. Había media docena de cartuchos, uno con bala, otros dos con postas y tres con perdigones menudos. Escogí uno de perdigones. Cogí la escopeta, la abrí y coloqué un cartucho en su interior. El corazón se me salía del pecho, latía fuerte y revoluvionado, parecía el ¡chas, chas! del motor de la máquina de majar. Sin levantar el perrillo, colgué la escopeta del hombro. Tenía que ir un poco de puntillas porque la culata rozaba el suelo. Bajé las escaleras, abrí la puerta del corral y me dirigí hacia el portal de la era. Abrí la puerta y la sujeté con el cordel a la herradura de la pared, me tumbé en el suelo, los codos en el peldaño de piedra que había para salir y la escopeta apoyada en la piedra sobre la que giraba el eje de la puerta. Hice puntería. Primero guiñé un ojo, después el otro. Con el primero iba mejor, no había desplazamiento del objetivo. A unos diez o doce metros, había un "colmero de follacos" y en los culos de las "trampas" que daban al sur, decidiendo a dónde ir o esperando que echaran la lata de grano a las gallinas para llevarse algún grano hurtado a la boca, había una colonia de resistentes pardales. No sé por qué, pero no se les tenía mucha simpatía, aún siendo los más fieles, que ofrecían su piar constante y que no emigran nunca. No sé si sería porque la tierra era dura, de producción escasa y no se podía permitir ladronzuelos. Hasta se solía emplear con bastante asiduidad lo de: "´vaya pardal que está hecho" o "menudo pardal", siempre en un tono peyorativo. Por la razón que fuese más de una vez se les ponían señuelos para llevarlos a la sartén.
Yo no los podía llevar a la sartén por razones obvias. Hice sobre ellos puntería, esta vez guiñando solamente el ojo que debía, subí el perrillo hasta que oí el suave ruido, apoyé las puntas de las botas de goma en el suelo, como si las quisiese clavar. Ajusté la culata entre el brazo y la tetilla izquierda, apunté colmero y medio más arriba, tuve que mirar donde estaba el gatillo, el dedo no lo encontraba. Ya todo en su sitio, llegó el momento. Apreté el gatillo. La explosión se produjo. Aparecí al otro extremo del portal de la era, en medio del abono. La escopeta perdida en la mitad del portal, humeaba un poco. Las vacas bramaban en el establo. Las gallinas andaban tan alborotadas como si de repente todas se hubiesen vuelto "cluecas". Sentía dolor en el hombro.
Vuelto a la realidad con conciencia de haber transgredido las normas, salí a la era y fuí al colmero. No había pardales, ni en los follacos ni en el suelo. Enterré el catucho en el abono y devolví la escopeta de un cañón a su escondite. Al final de aquella tarde alguien me preguntó si había sentido un tiro. Dije que no, que yo no había sentido nada.
MI PRIMER Y ÚNICO TIRO
Un abrazo.
fue después de Navidad. No sé el motivo ni la circunstancia, pero aquella tarde, estaba sólo en casa. Estaba libre de la mirada de los mayores y eso me daba alas para volar en mi atrevimiento. Como todo niño, sentí la atracción de lo prohibido y al mismo tiempo la oportunidad de equipararme con los mayores y medrar. Si seguía los pasos, no tenía por qué ser peligroso y todo podía quedar en el secreto de mi intimidad.
En casa no eran aficionados a la caza. A mi padre sólo lo vi apear dos palomas torcaces de un tiro, una tarde de invierno que, supongo desorientadas, aparecieron en nuestro losado. " No hagas ruido, ni te muevas, que voy a por la escopeta". En casa había una escopeta de un sólo cañón, muy largo. Algunas veces yo lo había comparado con escopetas de dos cañones, de mis primos. La nuestra, sólo tenía un cañón, pero era más largo. Se guardaba en el comedor, en un espacio que quedaba libre entre la cómoda y la pared. Tenía un cinto para colgarla a la espalda, culata de madera, gatillo, seguro y lo más destacado y atractivo, el perrillo. Era externo y le daba un aire de notoriedad y distinción que las escopetas de dos cañones no tenían, porque la percusión era interna. Aquel perrillo había que hacerlo retoceder con el dedo pulgar, suavemente hasta que hacía un tope, acompañado con un casi imperceptible ruido y allí se quedaba en posición de dispuesto para atacar la aguja que iría directa al ojillo central del cartucho que se había introducido, ajustadamente, en el cañón una vez abierta la escopeta.
Enseguida volvió con la escopeta. Échó una rodilla a tierra y la deflagración se extendió por todo el pueblo y en unos pocos segundos se oyó en la canalina un eco suave. Antes de que el eco volviese, los dos cuerpos, con las plumas "espelurciadas" cayeron al "techado" del establo y de allí, rodando, hasta el corral. La nieve que había en el trozo más sombrío del losado quedó pintada de encarnado.
Mi hermano tampoco era aficionado a la caza, alguna vez iba con los primos de Santibáñez, a alguna batida de lobos o a la "sitera" que colocaban en el Convento. Alguna liebre y algún grajo vi cobrar, pero poca cosa más.
Aquella tarde que disponía de toda la casa sin ojos ni sorpresas, salí de la cocina, atravesé el pasillo y entré en el comedor. Primero me dirigí a la mesa que ocupaba el centro y estiré del cajón de gran tamaño que me costó bastante abrir. Había media docena de cartuchos, uno con bala, otros dos con postas y tres con perdigones menudos. Escogí uno de perdigones. Cogí la escopeta, la abrí y coloqué un cartucho en su interior. El corazón se me salía del pecho, latía fuerte y revoluvionado, parecía el ¡chas, chas! del motor de la máquina de majar. Sin levantar el perrillo, colgué la escopeta del hombro. Tenía que ir un poco de puntillas porque la culata rozaba el suelo. Bajé las escaleras, abrí la puerta del corral y me dirigí hacia el portal de la era. Abrí la puerta y la sujeté con el cordel a la herradura de la pared, me tumbé en el suelo, los codos en el peldaño de piedra que había para salir y la escopeta apoyada en la piedra sobre la que giraba el eje de la puerta. Hice puntería. Primero guiñé un ojo, después el otro. Con el primero iba mejor, no había desplazamiento del objetivo. A unos diez o doce metros, había un "colmero de follacos" y en los culos de las "trampas" que daban al sur, decidiendo a dónde ir o esperando que echaran la lata de grano a las gallinas para llevarse algún grano hurtado a la boca, había una colonia de resistentes pardales. No sé por qué, pero no se les tenía mucha simpatía, aún siendo los más fieles, que ofrecían su piar constante y que no emigran nunca. No sé si sería porque la tierra era dura, de producción escasa y no se podía permitir ladronzuelos. Hasta se solía emplear con bastante asiduidad lo de: "´vaya pardal que está hecho" o "menudo pardal", siempre en un tono peyorativo. Por la razón que fuese más de una vez se les ponían señuelos para llevarlos a la sartén.
Yo no los podía llevar a la sartén por razones obvias. Hice sobre ellos puntería, esta vez guiñando solamente el ojo que debía, subí el perrillo hasta que oí el suave ruido, apoyé las puntas de las botas de goma en el suelo, como si las quisiese clavar. Ajusté la culata entre el brazo y la tetilla izquierda, apunté colmero y medio más arriba, tuve que mirar donde estaba el gatillo, el dedo no lo encontraba. Ya todo en su sitio, llegó el momento. Apreté el gatillo. La explosión se produjo. Aparecí al otro extremo del portal de la era, en medio del abono. La escopeta perdida en la mitad del portal, humeaba un poco. Las vacas bramaban en el establo. Las gallinas andaban tan alborotadas como si de repente todas se hubiesen vuelto "cluecas". Sentía dolor en el hombro.
Vuelto a la realidad con conciencia de haber transgredido las normas, salí a la era y fuí al colmero. No había pardales, ni en los follacos ni en el suelo. Enterré el catucho en el abono y devolví la escopeta de un cañón a su escondite. Al final de aquella tarde alguien me preguntó si había sentido un tiro. Dije que no, que yo no había sentido nada.
MI PRIMER Y ÚNICO TIRO
Un abrazo.
! Vaya travesura!, seguro que cuando lo piensas aun te duele entre el brazo y la tetilla de la fuerza del retroceso, ¿al final tus padres se enteraron?
Un abrazo.
Un abrazo.
Hola Raquel,
Hubo sospechas, yo negué. Todo quedó en ese limbo que a nadie compromete.
En lo que recuerdo, no lo he he hecho público hasta esta tarde plúmbea y lluviosa de otoño.
Un abrazo.
Hubo sospechas, yo negué. Todo quedó en ese limbo que a nadie compromete.
En lo que recuerdo, no lo he he hecho público hasta esta tarde plúmbea y lluviosa de otoño.
Un abrazo.