Con la mirada fija en mi mirada, con aquellos ojos verdes, transparentes y demasiado brillantes por aquella levedad de lágimas reprimidas me dijo: " Mamá está mala". El pensamiento es tan rápido que en un santiamén hice un recorrido por los recuerdos que yo tenía de mamá y su salud. Nunca había disfrutado de eso que llaman la mejor lotería. Siempre había padecido de fuertes migrañas que la obligaban a meterse en la cama y cerrar las contras de la ventana para hacer la mas absoluta oscuridad y ponerse un pañuelo en la cabeza anudado y apretado para ahuyentar la sensación de que la cabeza se le abría por la mitad. D. Manuel, el médico de Riello, visitaba nuestra casa por la tensión, por el corazón, por el riñón. Después de D. Manuel, también D. Antonio nos frecuentaba. El enfermo era el mismo, cambiaba el médico y el transporte, el primero se desplazaba a caballo y D. Antonio en buen tiempo venía en Moto. Le quitaron la sal y le exigían dieta con pocas grasas. Las anginas también la acompañaban sin tregua, a tal extremo que el médico mandó operarla cuando yo era muy pequeño. La operación hecha por el Dr. Barthe se complicó por hemorragia y hubo un gran susto en la familia. El verano anterior también había estado internada en La Clínica Miranda e intervenida de un tumor benigno. La palabra benigno no me sonaba bien, pero desde aquel verano del 61 tuvo una musicalidad especial y su significado, no digamos.
La voz de mi hermana me devolvió a la realidad. " Vamos a verla y te cambias de ropa, pero no te asustes. Tiene muchos dolores y está un poco desmejorada". Después de la operación del tumor benigno, yo recordaba a mi madre freca y lozana. Había hasta rejuvenecido. Hasta la vi ir a Riello en el caballo.
Era el pequeño, y hoy que tengo hijos, entiendo como me protegían los mayores. No me habían hablado de la gravedad del tumor de mama que le habían extirpado a mamá. No había sido benigno, sino de lo más maligno que se puede encontrar y además localizado muy tarde.
Aquella misma tarde fui con las vacas para Valdefernando con la tristeza metida en el cuerpo y la impotencia que provoca el que no se puede hacer nada más que esperar el final. La rabia era demasiado abundante y las pobres vacas recibieron algún palo que no se merecían, provocado por la impotencia que yo sentía y trasladaba en forma de injusticia a los seres más próximos que en aquellos momentos eran las vacas. En aquella vallina de Valdefernando lloré amargamente, primero con lágrimas abundantes y sin sonoridad y después con llantina como cuando era muy niño y no podías parar. Lloré, grité y renegué. Lo debí de pasar mal muy mal. En mi soledad con las vacas en la vallina de Valdefernando, me enfadé con los míos porque no me habían dicho nada. Pero en mi necesidad de no quedarme sólo del todo, me preguntaba: ¿habría cambiado en algo que me lo dijeran antes? Llegué por mi solito a la conclusión que aquello que estaba viviendo, en aquel momento, lo habría vivido, antes y durante mucho más tiempo, por tanto, los míos no habían actuado mal, solamente me habían protegido. Habían dejado que la vida hiciese su recorrido natural. Justificaba el comportamiento de los demás y en el fondo lo agradecía, aunque aparentemente estuviera muy enfadado. Pero el dolor y la amargura y aquel nudo en la garganta que casi no me dejaba respirar, no desaparecían. Después de llorrar otro buen rato, me relajé un poco. Las vacas ya no las sentía, me levanté y fui en su busca. Mientras caminaba por entre los pequeños robles del teso del Cerezal, prometí no casarme nunca y no tener hijos para que ellos no tuvieran que pasar por los momentos que estaba pasando yo. El tiempo es medicina que lo cura todo y aquella promesa, producto del dolor, la rabia y la impotencia no se cumplió, ni me planteó ninguna duda moral por no cumplirla.
El verano más triste de mi vida continuó entre hierba y pan y demás faenas de la casa. Fuimos llevando como pudimos la agonía larguísima de mamá, hasta que un 8 de agosto, al día siguiente de la maja de Angel, unas horas después del sol puesto, mamá dejó de sufrir.
Un abrazo.
La voz de mi hermana me devolvió a la realidad. " Vamos a verla y te cambias de ropa, pero no te asustes. Tiene muchos dolores y está un poco desmejorada". Después de la operación del tumor benigno, yo recordaba a mi madre freca y lozana. Había hasta rejuvenecido. Hasta la vi ir a Riello en el caballo.
Era el pequeño, y hoy que tengo hijos, entiendo como me protegían los mayores. No me habían hablado de la gravedad del tumor de mama que le habían extirpado a mamá. No había sido benigno, sino de lo más maligno que se puede encontrar y además localizado muy tarde.
Aquella misma tarde fui con las vacas para Valdefernando con la tristeza metida en el cuerpo y la impotencia que provoca el que no se puede hacer nada más que esperar el final. La rabia era demasiado abundante y las pobres vacas recibieron algún palo que no se merecían, provocado por la impotencia que yo sentía y trasladaba en forma de injusticia a los seres más próximos que en aquellos momentos eran las vacas. En aquella vallina de Valdefernando lloré amargamente, primero con lágrimas abundantes y sin sonoridad y después con llantina como cuando era muy niño y no podías parar. Lloré, grité y renegué. Lo debí de pasar mal muy mal. En mi soledad con las vacas en la vallina de Valdefernando, me enfadé con los míos porque no me habían dicho nada. Pero en mi necesidad de no quedarme sólo del todo, me preguntaba: ¿habría cambiado en algo que me lo dijeran antes? Llegué por mi solito a la conclusión que aquello que estaba viviendo, en aquel momento, lo habría vivido, antes y durante mucho más tiempo, por tanto, los míos no habían actuado mal, solamente me habían protegido. Habían dejado que la vida hiciese su recorrido natural. Justificaba el comportamiento de los demás y en el fondo lo agradecía, aunque aparentemente estuviera muy enfadado. Pero el dolor y la amargura y aquel nudo en la garganta que casi no me dejaba respirar, no desaparecían. Después de llorrar otro buen rato, me relajé un poco. Las vacas ya no las sentía, me levanté y fui en su busca. Mientras caminaba por entre los pequeños robles del teso del Cerezal, prometí no casarme nunca y no tener hijos para que ellos no tuvieran que pasar por los momentos que estaba pasando yo. El tiempo es medicina que lo cura todo y aquella promesa, producto del dolor, la rabia y la impotencia no se cumplió, ni me planteó ninguna duda moral por no cumplirla.
El verano más triste de mi vida continuó entre hierba y pan y demás faenas de la casa. Fuimos llevando como pudimos la agonía larguísima de mamá, hasta que un 8 de agosto, al día siguiente de la maja de Angel, unas horas después del sol puesto, mamá dejó de sufrir.
Un abrazo.