En Folloso, mientras hubiese sol, las sombras nos marcaban las horas con suficiente exactitud. Recuerdo el reloj, enorme, gigantesco, de péndulo que había en la cocina de Isabel. Sus campanadas rompían la monotonía del silencio natural que se escuchaba en aquel medio ecológico en el que se marcaban las estaciones y se diferenciaban unas de otras con sus características que yo percibía con todos los sentidos de mi cuerpo. También veo con claridad meridiana el reloj de bolsillo de Teófilo que guardaba en el bosillo izquierdo de su chaleco. Lo sacaba con parsimonia, dejando ver la cadena como cordón umbilical entre bolsillo y reloj. Saltaba una tapa redonda con grabados y se mostraba la esfera con las agujas y los números y el nombre de Longines que era la marca de aquel reloj. Con el cigarro en la boca y el bigote amarillento le daba cuerda girando una ruedecilla recubierta con una argolla a la que se unía la cadena. También recuerdo otro reloj de pared en casa de Manuela de Vito, madre da Alicia. Era mucho más pequeño que el de Isabel y la madera de la caja más color siena.
En aquellos tiempos la compra de un reloj suponía un desembolso económico y un acto de reconocimiento de responsabilidad, era como dar la mayoría de edad a alguien. Llegó el día que en mi casa compraron relojes mis hermanos. Supuso tema de conversación, preparativos, viaje a la capital, visita a varias relojerías, alguna joyería, información y tomar una decisión. Yo esperaba su vuelta como quien espera cambios sorprendentes y mágicos.
Volvieron con sendos relojes. El de mi hermana era un relojito dorado, rectangular y de tamaño minúsculo. Las aristas estaban redondeadas y en su interior se movían las diminutas agujas que dejaban leer la palabra Landi que era su marca. La pulsera también era dorada. A mi hermano le tocó un Certina, dorado con esfera blanca en la que giraban las agujas, la segundera tenía su propio campo de giro encima de las rayitas correspondientes al seis y al siete. La correa era de cuero. Yo todavía no tenía la edad de cargar con aquella responsabilidad. Eso me llegó cuando vivía en Palencia en la Navidad del 63. Me compraron un Festina con calendario.
En cuanto el sol acariciaba, era típico ir á bañarse al Sotillo. Lugar muy agradable con diferentes zonas de baño, campares y vegetación a orillas del río Carrión. Dejábamos la ropa y nos íbamos a nadar, hacer aguadillas, mirar las bañistas, imaginar, reír y ligar bronce como decíamos por aquellos años juveniles. Un medio día, al volver a la ropa, comprobé que mi Festina no estaba en el bolsillo del pantalón. Alguien se había apropiado de lo ageno. Fue para mi un gran golpe. No había administrado bien la responsabilidad de poseer un reloj. Confesar que me lo habían robado, imposible. Un compañero me dejó el suyo para ir a casa. Por mediación de otro que conocía a un tercero que trabajaba en la relojería Escobar adquirí uno parecido de cuarta mano. Lo pagué con muchos dificultades y duró la deuda bastante tiempo. Diciendo que imitaba a no sé que actor, en no sé que película, llevaba el reloj con la esfera mirando para el suelo y así escondía la imagen de mi falso Festina de los ojos de mis familiares. Creo que nunca supieron que me habían robado el reloj que, en acto iniciático, me habían comprado.
Un abrazo.
En aquellos tiempos la compra de un reloj suponía un desembolso económico y un acto de reconocimiento de responsabilidad, era como dar la mayoría de edad a alguien. Llegó el día que en mi casa compraron relojes mis hermanos. Supuso tema de conversación, preparativos, viaje a la capital, visita a varias relojerías, alguna joyería, información y tomar una decisión. Yo esperaba su vuelta como quien espera cambios sorprendentes y mágicos.
Volvieron con sendos relojes. El de mi hermana era un relojito dorado, rectangular y de tamaño minúsculo. Las aristas estaban redondeadas y en su interior se movían las diminutas agujas que dejaban leer la palabra Landi que era su marca. La pulsera también era dorada. A mi hermano le tocó un Certina, dorado con esfera blanca en la que giraban las agujas, la segundera tenía su propio campo de giro encima de las rayitas correspondientes al seis y al siete. La correa era de cuero. Yo todavía no tenía la edad de cargar con aquella responsabilidad. Eso me llegó cuando vivía en Palencia en la Navidad del 63. Me compraron un Festina con calendario.
En cuanto el sol acariciaba, era típico ir á bañarse al Sotillo. Lugar muy agradable con diferentes zonas de baño, campares y vegetación a orillas del río Carrión. Dejábamos la ropa y nos íbamos a nadar, hacer aguadillas, mirar las bañistas, imaginar, reír y ligar bronce como decíamos por aquellos años juveniles. Un medio día, al volver a la ropa, comprobé que mi Festina no estaba en el bolsillo del pantalón. Alguien se había apropiado de lo ageno. Fue para mi un gran golpe. No había administrado bien la responsabilidad de poseer un reloj. Confesar que me lo habían robado, imposible. Un compañero me dejó el suyo para ir a casa. Por mediación de otro que conocía a un tercero que trabajaba en la relojería Escobar adquirí uno parecido de cuarta mano. Lo pagué con muchos dificultades y duró la deuda bastante tiempo. Diciendo que imitaba a no sé que actor, en no sé que película, llevaba el reloj con la esfera mirando para el suelo y así escondía la imagen de mi falso Festina de los ojos de mis familiares. Creo que nunca supieron que me habían robado el reloj que, en acto iniciático, me habían comprado.
Un abrazo.