En Folloso, los rapaces, llegada la primavera, en cualquier rato libre, íbamos a buscar nidos. Nuestro objetivo era saber su localización y cuantos más mejor. Llegada la época del apareamiento, obsebávamos las cabriolas de los pájaros y el chillar nervioso y los vuelos rasantes y el casi llevarse por delante la chimenea o la rama de aquel peral o el tronco abultado del nogal. Para acto seguido ver el trabajoso acopio de pajas, ramitas, lanas, plumas, y el barro de las afanosas golondrinas que llenaban los aleros de los losados de sus construcciones allí enganchadas retando, la leyes de la física. Algunos eran muy visibles, sabíamos de que pájaro era, pero nos estaba vedado contemplar el colorido de sus huevos y el crecimiento explosivo de sus polluelos por estar colocados en lugares inaccesibles. Otros, lo habían escondido tanto que su descubrimiento no llegaba hasta la época de la incubación de los huevos. Siempre había alguna ferrerina que desaparecía en alguna pared, hasta que descubríamos en que rendija había entrado. Otros, no hacían su proyecto arquitectónico hasta que la frondosidad de los negrillos no estaba en su eplendor y entonces había que obsevar a los padres en la época de alimentación de sus crías. Intentaban engañarnos, posándose en dos o tres ramas antes de llegar a su destino a hacer de nodriza y vuelta a empezar.
Los mayores nos solían preguntar que cuántos nidos sabíamos y nosotros, titubeando y rascando la cabeza y con los calculos mentales correspondientes, dábamos un número y después rectificábamos a toda velocidad, añadiendo que contando con el del "gavilucho" del cementerio sabíamos venticuatro. Los nidos se aprendían. A mi los que más me gustaban eran los de azulinas. El pájaro no sé como se llamaba, ni me acuerdo de su plumaje, ni de su tamaño, ni siquiera de su trino, pero el color de sus huevos azul turquesa ha quedado indeleble en mi memoria. Me impresionó mucho un nido de "mierla" en la forqueta de un negrillo joven entre la era y los nevares de las Marimanuelas, que además de sus huevos azules con pecas marrones, también incubó un huevo de mucho mayor tamaño del, no sé, si parásito, vago o explotador, Cuco. Que dejaba el huevo en nido ajeno y se desentendía de toda responsabilidad. Me gustaba ver desde la ventana de la cocina a los jilgueros en todo su proceso y sobre todo, su colorido y su canto. Sabíamos de pinzones y de ruiseñores, de "grajos", de milanos, de "avirines", de lavanderas, de codornices, de alondras y de las "bubiellas" que anidaban en el Convento. Y nunca fui a Fuentedegas, pero si hubiese tenido un prao en el lugar, seguro que hubiese aprendido un nido de "pega".
Un día que mi hermano mayor había ido con el ganado menudo para el monte de Abajo. A la noche, despues de darme "el pan de pajarines", me dijo que había aprendido un nido de paloma torcaz. Yo conocía las palomas comunes y las tórtolas, de las palomas torcaces había oído hablar, pero nunca había visto ninguna. Escuché con toda la atención las virtudes de las palomas torcaces y puse todos mis sentidos en las indicaciones para llegar al nido de la paloma torcaz. A los pocos días fui a buscar las vacas a Oceo. Al llegar al Jardín, tenía que subir por el "felechal" hasta la Presa (canal que en tiempos había llevado el agua del río Negro para lavar el mineral de la mina de oro del pueblo de la Ñ). Una vez en la Presa tenía que seguir por ella y atravesar la alineación megalítica de Peñalosmoros, una vez puestos mis pies en el otro lado de Peñalosmoros, que el nombre, la magnitud y las formas de aquellas peñas ya impresionaban, tenía que subir por el Zurragón hasta que las peñas desaparecían y un conjunto de rebollos centenarios se desparramaban por aquel solitario y medroso paisaje. Se oía el silencio del bosque, las formas de los rebollos eran peculiares, sus cortezas verdeaban con tupidos musgos que se mostraban con verdes amarillentos diferentes, los pies se hundían en vegetación muerta y abundante. De tanto en tanto se rompía el silencio con un ¡crac!. Me paraba. Escuchaba. El silencio se hacía cada vez más denso e irresistible. En ese momento un ave, con bastante volumen, por el estruendo que metió, levantó el vuelo. Me paralicé. El susto fue enorme. El lugar era muy sombrío y el sol ya se había escondido detrás del Cueto hacía rato. Apreté a correr y no paré hasta el Jardín. Cuando bajaba por el felechal, empecé a oír el zumbo salvador de la magüeta Rizosa. Las vacas habían venido a apaciguar mi quebranto. Nunca me alegré tanto de ver a mis vacas. Seguimos el camino y ya oscurecido "esculumbramos" la Escuentra.
Confesé a mi hermano que había subido hasta el final de Peñalosmoros. Pero, a ver. Explícame bien. ¿Del rebollo "quemao", cuántos pasos tengo que dar para llegar al rebollo del caño hueco?. Y me volvió a explicar y dar todos los detalles y advertirme que si no me espabilaba, me quedaría sin palomo torcaz porque ya estaba muy emplumado y pronto echaría a volar. Volví. Volví a adentrarme en aquel paisaje sin edad y volví a pasar miedo, pero más miedo me daba que mi hermano perdiera la confianza en mi o llegase a pronunciar la palabra que aturdiría mis oídos: "eres un cagón".
Por fin, llegué al rebollo quemado y conté los pasos en la dirección adecuada y ni formas fantasmales, ni cracs, ni aves estruendosas me separaron de mi rebollo con el caño hueco, que allí estaba, tal cual, mi hermano me lo había descrito. Hasta las cagadas encima de las hojas secas formaban un conglomerado distinguible. Ya estaba aprendido el nido. Para subir no fue fácil. El tronco del rebollo estaba "pelao" y era muy gordo para mis piernicas. Abrazado a él y ayudado con los tacones de las "alparagatas" y toda la "fuercia" de las rodillas, gateé hasta colocarme a patas cajinas sobre el caño hueco. Allí estaba el palomo torcaz. Quedé un poco desilusionado. Ni paloma, ni tórtola. Pero el haber aprendido el nido de torcaz en aquel rebollo y en paraje semejante, tenía muchos quilates.
Un abrazo.
Los mayores nos solían preguntar que cuántos nidos sabíamos y nosotros, titubeando y rascando la cabeza y con los calculos mentales correspondientes, dábamos un número y después rectificábamos a toda velocidad, añadiendo que contando con el del "gavilucho" del cementerio sabíamos venticuatro. Los nidos se aprendían. A mi los que más me gustaban eran los de azulinas. El pájaro no sé como se llamaba, ni me acuerdo de su plumaje, ni de su tamaño, ni siquiera de su trino, pero el color de sus huevos azul turquesa ha quedado indeleble en mi memoria. Me impresionó mucho un nido de "mierla" en la forqueta de un negrillo joven entre la era y los nevares de las Marimanuelas, que además de sus huevos azules con pecas marrones, también incubó un huevo de mucho mayor tamaño del, no sé, si parásito, vago o explotador, Cuco. Que dejaba el huevo en nido ajeno y se desentendía de toda responsabilidad. Me gustaba ver desde la ventana de la cocina a los jilgueros en todo su proceso y sobre todo, su colorido y su canto. Sabíamos de pinzones y de ruiseñores, de "grajos", de milanos, de "avirines", de lavanderas, de codornices, de alondras y de las "bubiellas" que anidaban en el Convento. Y nunca fui a Fuentedegas, pero si hubiese tenido un prao en el lugar, seguro que hubiese aprendido un nido de "pega".
Un día que mi hermano mayor había ido con el ganado menudo para el monte de Abajo. A la noche, despues de darme "el pan de pajarines", me dijo que había aprendido un nido de paloma torcaz. Yo conocía las palomas comunes y las tórtolas, de las palomas torcaces había oído hablar, pero nunca había visto ninguna. Escuché con toda la atención las virtudes de las palomas torcaces y puse todos mis sentidos en las indicaciones para llegar al nido de la paloma torcaz. A los pocos días fui a buscar las vacas a Oceo. Al llegar al Jardín, tenía que subir por el "felechal" hasta la Presa (canal que en tiempos había llevado el agua del río Negro para lavar el mineral de la mina de oro del pueblo de la Ñ). Una vez en la Presa tenía que seguir por ella y atravesar la alineación megalítica de Peñalosmoros, una vez puestos mis pies en el otro lado de Peñalosmoros, que el nombre, la magnitud y las formas de aquellas peñas ya impresionaban, tenía que subir por el Zurragón hasta que las peñas desaparecían y un conjunto de rebollos centenarios se desparramaban por aquel solitario y medroso paisaje. Se oía el silencio del bosque, las formas de los rebollos eran peculiares, sus cortezas verdeaban con tupidos musgos que se mostraban con verdes amarillentos diferentes, los pies se hundían en vegetación muerta y abundante. De tanto en tanto se rompía el silencio con un ¡crac!. Me paraba. Escuchaba. El silencio se hacía cada vez más denso e irresistible. En ese momento un ave, con bastante volumen, por el estruendo que metió, levantó el vuelo. Me paralicé. El susto fue enorme. El lugar era muy sombrío y el sol ya se había escondido detrás del Cueto hacía rato. Apreté a correr y no paré hasta el Jardín. Cuando bajaba por el felechal, empecé a oír el zumbo salvador de la magüeta Rizosa. Las vacas habían venido a apaciguar mi quebranto. Nunca me alegré tanto de ver a mis vacas. Seguimos el camino y ya oscurecido "esculumbramos" la Escuentra.
Confesé a mi hermano que había subido hasta el final de Peñalosmoros. Pero, a ver. Explícame bien. ¿Del rebollo "quemao", cuántos pasos tengo que dar para llegar al rebollo del caño hueco?. Y me volvió a explicar y dar todos los detalles y advertirme que si no me espabilaba, me quedaría sin palomo torcaz porque ya estaba muy emplumado y pronto echaría a volar. Volví. Volví a adentrarme en aquel paisaje sin edad y volví a pasar miedo, pero más miedo me daba que mi hermano perdiera la confianza en mi o llegase a pronunciar la palabra que aturdiría mis oídos: "eres un cagón".
Por fin, llegué al rebollo quemado y conté los pasos en la dirección adecuada y ni formas fantasmales, ni cracs, ni aves estruendosas me separaron de mi rebollo con el caño hueco, que allí estaba, tal cual, mi hermano me lo había descrito. Hasta las cagadas encima de las hojas secas formaban un conglomerado distinguible. Ya estaba aprendido el nido. Para subir no fue fácil. El tronco del rebollo estaba "pelao" y era muy gordo para mis piernicas. Abrazado a él y ayudado con los tacones de las "alparagatas" y toda la "fuercia" de las rodillas, gateé hasta colocarme a patas cajinas sobre el caño hueco. Allí estaba el palomo torcaz. Quedé un poco desilusionado. Ni paloma, ni tórtola. Pero el haber aprendido el nido de torcaz en aquel rebollo y en paraje semejante, tenía muchos quilates.
Un abrazo.
Todos los relatos son deliciosos para poder contarlos así hay que vivirlos...... Este me ha llevado a algo parecido que yo viví al oscurecer entre grandes árboles y con ese silencio, que solo rompian los pájaros, el viento. y que alguna cencerra te sacaba de él y volvías a la realidad, a buen paso para salir de allí...... Recuerdas muchas palabras que están casi olvidadas. Gracias por compartir tu buen hacer.
Hola Candileja,
Es que algunos lugares de nuestra orografía montañesa eran tan solitarios, y tan sombríos, y tan poco pisados que imponían. Además, seguro que las fuerzas telúricas también jugaban su papel y la alerta hacía apretar el paso y hasta que no te reencontrabas con lo reconocible, la cencerra, el zumbo o el ladrido del perro, no aflojabas y la respiración, entonces, volvía a ritmos de normalidad y el corazón tomaba sosiego y dejaba de estar oprimido en el pecho y el vello dejaba la rigidez y la calma volvía a reinar y entonces podíamos, otra vez, respirar profundamente. Es nuestra tierra y sus silentes rincones que nos atraparon en años de niñez.
Un abrazo.
Es que algunos lugares de nuestra orografía montañesa eran tan solitarios, y tan sombríos, y tan poco pisados que imponían. Además, seguro que las fuerzas telúricas también jugaban su papel y la alerta hacía apretar el paso y hasta que no te reencontrabas con lo reconocible, la cencerra, el zumbo o el ladrido del perro, no aflojabas y la respiración, entonces, volvía a ritmos de normalidad y el corazón tomaba sosiego y dejaba de estar oprimido en el pecho y el vello dejaba la rigidez y la calma volvía a reinar y entonces podíamos, otra vez, respirar profundamente. Es nuestra tierra y sus silentes rincones que nos atraparon en años de niñez.
Un abrazo.