Mi abuelo paterno había tenido seis hijos, cuatro varones y dos hembras. Todos, por razón de matrimonio o por motivos de ganarse la vida habían dejado la casa, sólo había quedado con el abuelo, Heliodoro, el que hacía el número cinco por orden de nacimiento. Heliodoro era un buen mozo, varias veces le oí decir a mi padre que cuando lo habían tallado para la mili, su hermano había dado, uno ochenta y seis, descalzo, y que todavía no había parado de crecer. Bien encarado, de tez morena y con coloretes naturales en las mejillas que dulcificaban, sin afeminar, aquel rostro que coronaba aquel cuerpón de hombre de montaña. Mi tío era aficionado a la caza. Fuera para los praos, pal monte o con el carro o a caballo, casi siempre se echaba la escopeta al hombro y unos cuantos cartuchos de perdigons para apear lo que se presentase que nunca se sabía.
Cuando las labores bajaban de intensidad y podía dedicar un poco más de tiempo a la caza, se hacía acompañar por un perro cazón, de lanas marrones y orejas abundantes. El tal perro cazón se llamaba Canelo y talmente parecía sacado de una novela del siglo de oro, acompañante de cualquier clérigo famélico. Por aquellas tierras, los perros, realmente pasaban necesidad y Canelo era uno de tantos. Su aspecto era de ser un perro de mucho hueso y no era esa la realidad, el pobre Canelo tenía muy poca chicha entre las lanas y los huesos. La mirada tampoco es que fuese muy viva. Era un perro que llegó a hartarse de mirar con ojos agradecidos en busca del cortezo o de la pelleja del tocino. Pocas satisfacciones recibió y Canelo empezó a hacer de la necesidad virtud y comenzó a buscarse la vida para poder llevarse algo a la boca.
Canelo era listo y dotado como estaba para oler a distancia, emprendió viajes en solitario y a traición, a corrales ajenos, a cocinas, a fresqueras, y sabía buscar "ñaladas" como nadie. No solo trabajaba en su pueblo sino que se desplazaba a los pueblos limítrofes, no con tanto desparpajo, pero con el suficiente para ganarse mala fama en todos ellos. Todos tenían ganas al perro cazón y más de un palo se llevó y un poco torcido caminaba de algún latigazo que al salir de corral ajeno en una pata trasera se llevó.
Llegado San Martín, en casa de un vecino tenían un gocho ya aviado y estaban preparando las "fachas" para chamuscar el segundo. Habían dejado el hígado del primer cocho en una fuente, listo y preparado para llevarle la prueba al veterinario de Riello, cuando con el mayor sigilo, apareció en el portal, que alguien había dejado el postigo abierto, nuestro amigo Canelo y sin preguntar, metió el hocico el la fuente, entrabrió las fauces y apretó los dientes y antes de que alguien dijera: el lambrión. Canelo ya solo dejó ver el rabo tras el postigo. El dueño que se percató, salió con el gancho en una mano y el cuchillo de matar en la otra, corre que te corre, detrás de Canelo. Subió calle arriba, pasó las escuelas, llegó a la Marquesa, torció pa las tierras del Pozo, y llegarón a Valdedoña. El amo del hígado iba sin aliento. Canelo se perdió de vista al bajar un barranco.
A la abrigada de aquel barranco, detrás de unas escobas había otro vecino del pueblo "tirando el pantalón". Al llegar a sus espaldas el perro cazón todo sofocado, el paisano se asustó y pusose de pie con los pantalones caidos y la corea golgada del cuello. Canelo, sorprendido, abrió la boca y dejo el hígado y se dio a la fuga. El paisano, sin saber muy bien que había pasado, se dio media vuelta y, sin querer, echó una mirada al suelo, vio lo que vio y muy asustado gritó: ¡Coño!
¡He cagado el hígado!
Estas historias se contaban al amor de la lumbre y se reía y se volvía a reír de las necesidades que pasaba un perro cazón que se tuvo que transformar en perro "lambrión".
Un abrazo
Cuando las labores bajaban de intensidad y podía dedicar un poco más de tiempo a la caza, se hacía acompañar por un perro cazón, de lanas marrones y orejas abundantes. El tal perro cazón se llamaba Canelo y talmente parecía sacado de una novela del siglo de oro, acompañante de cualquier clérigo famélico. Por aquellas tierras, los perros, realmente pasaban necesidad y Canelo era uno de tantos. Su aspecto era de ser un perro de mucho hueso y no era esa la realidad, el pobre Canelo tenía muy poca chicha entre las lanas y los huesos. La mirada tampoco es que fuese muy viva. Era un perro que llegó a hartarse de mirar con ojos agradecidos en busca del cortezo o de la pelleja del tocino. Pocas satisfacciones recibió y Canelo empezó a hacer de la necesidad virtud y comenzó a buscarse la vida para poder llevarse algo a la boca.
Canelo era listo y dotado como estaba para oler a distancia, emprendió viajes en solitario y a traición, a corrales ajenos, a cocinas, a fresqueras, y sabía buscar "ñaladas" como nadie. No solo trabajaba en su pueblo sino que se desplazaba a los pueblos limítrofes, no con tanto desparpajo, pero con el suficiente para ganarse mala fama en todos ellos. Todos tenían ganas al perro cazón y más de un palo se llevó y un poco torcido caminaba de algún latigazo que al salir de corral ajeno en una pata trasera se llevó.
Llegado San Martín, en casa de un vecino tenían un gocho ya aviado y estaban preparando las "fachas" para chamuscar el segundo. Habían dejado el hígado del primer cocho en una fuente, listo y preparado para llevarle la prueba al veterinario de Riello, cuando con el mayor sigilo, apareció en el portal, que alguien había dejado el postigo abierto, nuestro amigo Canelo y sin preguntar, metió el hocico el la fuente, entrabrió las fauces y apretó los dientes y antes de que alguien dijera: el lambrión. Canelo ya solo dejó ver el rabo tras el postigo. El dueño que se percató, salió con el gancho en una mano y el cuchillo de matar en la otra, corre que te corre, detrás de Canelo. Subió calle arriba, pasó las escuelas, llegó a la Marquesa, torció pa las tierras del Pozo, y llegarón a Valdedoña. El amo del hígado iba sin aliento. Canelo se perdió de vista al bajar un barranco.
A la abrigada de aquel barranco, detrás de unas escobas había otro vecino del pueblo "tirando el pantalón". Al llegar a sus espaldas el perro cazón todo sofocado, el paisano se asustó y pusose de pie con los pantalones caidos y la corea golgada del cuello. Canelo, sorprendido, abrió la boca y dejo el hígado y se dio a la fuga. El paisano, sin saber muy bien que había pasado, se dio media vuelta y, sin querer, echó una mirada al suelo, vio lo que vio y muy asustado gritó: ¡Coño!
¡He cagado el hígado!
Estas historias se contaban al amor de la lumbre y se reía y se volvía a reír de las necesidades que pasaba un perro cazón que se tuvo que transformar en perro "lambrión".
Un abrazo
Vaya susto que se llevo el paisano.
Peña que buena memoria tienes. Tu sigue relatando vivencias que es estupendo revivirlas ya que algunos algo las hemos vivido....
Un abrazo.
Peña que buena memoria tienes. Tu sigue relatando vivencias que es estupendo revivirlas ya que algunos algo las hemos vivido....
Un abrazo.