Folloso no había surgido a la orilla de un río, ni tan siquiera a la orilla de un arroyo permanente, sino entre el abundante arbolado en la ladera solana de los montes de Arriba, mirando a los de Abajo y aprovechando el agua fresca y abundante de las fuentes concentradas en aquella soleada ladera que las dos principales tambien se llamaban como los montes: de Arriba y de Abajo.
Estábamos entre dos ríos, el Negro y el Omaña. El Omaña, era el río grande y no nos pertenecía. Estaba un poco más alejado y para llegar hasta él había que ascender por la ladera solana hasta la línea cimera de los Montes de Arriba y después bajar por cualquier vallina de la parte umbría hasta encontrase el Río o seguir los caminos ya determinados por los andares de los ganados y personas a través de los años. Existían el camino Viejo, más corto, más estrcho y en algunos sitios ya apoderado por el ramaje de trampas, piornos, urces y escobas, sólo usado por personas, ganado y el caballo que era el principal medio de transporse para desplazarse al núcleo más importante que era el que había surgido alrededor del Castillo de Benar y la feria de los martes de la otoñada. El camino viejo iba al encuentro del viejo puente que cruzaba el Río y te desembocaba en la misma puerta de Casa Sandalio, tienda de ultramarinos por excelencia. El camino Nuevo ya fue hecho para los carros, era un poco más ancho y más largo para poder salvar el descenso con unos desniveles asequibles para que la pareja pudiese llevar el carro a buen puerto o a buena feria que era de lo que se trataba.
El otro río, el Negro, ya era más nuestro, aunque no estaba nada cerca, ni muchas cosas nos esperaban en él. Era menos caudaloso y en verano, aunque había un puente, sin piso, formado por tres troncos de árboles más o menos juntos y asentados para que no girasen, nadie lo usaba. El ganado cruzaba sin esfuerzo y nosotros saltando de piedra en piedra, pero sin tener que levantar los dos pies al mismo tiempo. Alrededor del puente era el único paso franco a la otra orilla. Hacia el nacimiento del río estaban los molinos, y el cauce bajaba bastante encajado lamiendo la falda del Zurragón y era dificil cruzarlo y del puente hacia el sureste había praos particulares y también el río se había orillado al monte y era difcíl atravesarlo y había que ir a buscar paso al puente del pueblo siguiente. Nuestro río Negro, no tenía truchas, parece que desaparecieron cuando se lavaba mineral con productos químicos derivados del arsénico. En tiempos décían los abuelos de los abuelos que sí existían y muy finas.
Los habitantes de Folloso no estábamos muy familiarizados con las cosas de los ríos, uno, no era nuestro y el nuestro no tenía de casi nada, alguna rana, algún chirliquito y unos insectos negros, todo patas que ahora no me acuerdo cómo les llamábamos. El río Grande, el Omaña, cuando se enfadaba se llevaba las puentes y sus vecinos se las tenían que ingeniar para usar la otra orilla y así de esa necesidad surgirían las zancas.
En Folloso yo no se las vi usar a nadie mayor, ni era algo que se guardase para usar al año siguiente. Éramos los rapaces que para jugar a resistir caminando sobre ellas, a ser más altos o a coger algo inaccesible desde nuestra alzada que las usábamos. Como otras muchas cosas, no se fabricaban expresamente. Se aprovechaba, del leñero o de los fuyacos o de la poda de algún árbol, la rama que tuviese una forma más o menos de zanco. Si encontrabas la rama con su gajo en ángulo recto y que resistiera y que el gajo saliera a suficiente altura, perfecto. Cuando el gajo no salía en ángulo recto y lo que encontrábamos era en ángulo agudo, entonces, para que el pie no quedase encajonado y nos cupiese, tejíamos con varas de salguero un entramado para ganar altura y amplitud. Luego con la macheta íbamos pelando el palo e igualando, más o menos a la misma altura y ya teníamos las zancas para rompernos la crisma, darnos buenos jostrazos, atravesar charcos, barrizales y ballaruezas, medir el terreno tan largos como éramos y recibir broncas abundantes. Una vez me acuerdo que llegué a casa con las zancas en la mano y barro en todas las parte de mi cuerpo que según me decían sólo se me veían los ojos y las rodillas peladas teñidas de rojo. Me hicieron poner las zancas en el leñero y fueron picadas acto seguido pa leña pa la lumbre.
Un abrazo
Estábamos entre dos ríos, el Negro y el Omaña. El Omaña, era el río grande y no nos pertenecía. Estaba un poco más alejado y para llegar hasta él había que ascender por la ladera solana hasta la línea cimera de los Montes de Arriba y después bajar por cualquier vallina de la parte umbría hasta encontrase el Río o seguir los caminos ya determinados por los andares de los ganados y personas a través de los años. Existían el camino Viejo, más corto, más estrcho y en algunos sitios ya apoderado por el ramaje de trampas, piornos, urces y escobas, sólo usado por personas, ganado y el caballo que era el principal medio de transporse para desplazarse al núcleo más importante que era el que había surgido alrededor del Castillo de Benar y la feria de los martes de la otoñada. El camino viejo iba al encuentro del viejo puente que cruzaba el Río y te desembocaba en la misma puerta de Casa Sandalio, tienda de ultramarinos por excelencia. El camino Nuevo ya fue hecho para los carros, era un poco más ancho y más largo para poder salvar el descenso con unos desniveles asequibles para que la pareja pudiese llevar el carro a buen puerto o a buena feria que era de lo que se trataba.
El otro río, el Negro, ya era más nuestro, aunque no estaba nada cerca, ni muchas cosas nos esperaban en él. Era menos caudaloso y en verano, aunque había un puente, sin piso, formado por tres troncos de árboles más o menos juntos y asentados para que no girasen, nadie lo usaba. El ganado cruzaba sin esfuerzo y nosotros saltando de piedra en piedra, pero sin tener que levantar los dos pies al mismo tiempo. Alrededor del puente era el único paso franco a la otra orilla. Hacia el nacimiento del río estaban los molinos, y el cauce bajaba bastante encajado lamiendo la falda del Zurragón y era dificil cruzarlo y del puente hacia el sureste había praos particulares y también el río se había orillado al monte y era difcíl atravesarlo y había que ir a buscar paso al puente del pueblo siguiente. Nuestro río Negro, no tenía truchas, parece que desaparecieron cuando se lavaba mineral con productos químicos derivados del arsénico. En tiempos décían los abuelos de los abuelos que sí existían y muy finas.
Los habitantes de Folloso no estábamos muy familiarizados con las cosas de los ríos, uno, no era nuestro y el nuestro no tenía de casi nada, alguna rana, algún chirliquito y unos insectos negros, todo patas que ahora no me acuerdo cómo les llamábamos. El río Grande, el Omaña, cuando se enfadaba se llevaba las puentes y sus vecinos se las tenían que ingeniar para usar la otra orilla y así de esa necesidad surgirían las zancas.
En Folloso yo no se las vi usar a nadie mayor, ni era algo que se guardase para usar al año siguiente. Éramos los rapaces que para jugar a resistir caminando sobre ellas, a ser más altos o a coger algo inaccesible desde nuestra alzada que las usábamos. Como otras muchas cosas, no se fabricaban expresamente. Se aprovechaba, del leñero o de los fuyacos o de la poda de algún árbol, la rama que tuviese una forma más o menos de zanco. Si encontrabas la rama con su gajo en ángulo recto y que resistiera y que el gajo saliera a suficiente altura, perfecto. Cuando el gajo no salía en ángulo recto y lo que encontrábamos era en ángulo agudo, entonces, para que el pie no quedase encajonado y nos cupiese, tejíamos con varas de salguero un entramado para ganar altura y amplitud. Luego con la macheta íbamos pelando el palo e igualando, más o menos a la misma altura y ya teníamos las zancas para rompernos la crisma, darnos buenos jostrazos, atravesar charcos, barrizales y ballaruezas, medir el terreno tan largos como éramos y recibir broncas abundantes. Una vez me acuerdo que llegué a casa con las zancas en la mano y barro en todas las parte de mi cuerpo que según me decían sólo se me veían los ojos y las rodillas peladas teñidas de rojo. Me hicieron poner las zancas en el leñero y fueron picadas acto seguido pa leña pa la lumbre.
Un abrazo
Un saludo Peña y sigue con tus relatos, nos haces feliz a mucha gente.