FOLLOSO: Hola Peña, como siempre muy bien descrito, solo añadir...

Para ir hacia el río Negro desde Folloso se salía por la Fragua y detrás del prao Otoño se seguía el camino por los Campares de los Molinos y en su inicio había una bifurcación. El camino de la izquierda te introducía en el Oseo que te llevaba a Llamasdequintas y cuando el terreno se volvía infranqueable, rompía a la derecha y desembocaba en el Toral a coger el que venía de la Escuentra y te llevaba a Villamil y dejando los praos de Santibáñez a la derecha segías el camino y llegabas al puente de la Ñ para ir a las Majadas, Valligrande o hacia la Canalina y la Llastra. Volviendo a la bifurcación del Campar de los Molinos, si cogías la rodera de la derecha llegabas a la Escuentra y allí podías escoger tres caminos y un destino: el río. Podías bajar por el Toral hacia Villamil, por el camino carretal hacia el río Folloso o por la Peñona hacia el río de Arriba y también podías coger el camino de los Molinos hacia el río en la parte que era angosto, no había praos y se situaban las pequeñas casas de piedra con techo de paja, sus puertos, sus presas, sus rodesnos circulares y sus piedras redondas y pesadas con su agujero central. Solía ser lugar solitario, oscuro y siempre acompañado de los dos ruidos: el del agua del cauce del río y el de las canales cuando con su caída chocaba con el rodesno y éste la iba despidiendo, acompasadamente, en su movimiento circular y el otro sonido sobresaliente era el del roce de las piedras aplastando los granos de pan para extraer la farina blanca y el salvao gris amarillento. Si aguzabas el oído todavía podías distinguir el roce de la tarigüela con la piedra provocando un ligero temblor en la tolva para que el grano se fuera deslizando y la molienda fuera más o menos fina según estuviese de tensada la cuerda que sostenía la pequeña canaleta que conducía el grano al orificio central de la piedra giratoria. Y si aún aguzabas más la oreja podías oír el corretear acelerado con desprendimiento de algún casi imperceptible y ahogado ajagüeiro de un ratoncillo que no se había apercibido del vuelo de seda de la señora de la noche, la cabra lloca.

Al molino casi siempre se iba de noche a echarlo a andar o recoger la molienda. Uno se alumbraba a la luz del cigarro y al atravesar el pequeño arroyo que se formaba en los Fontanos siempre me perseguía la imagen de unas cuantas ovejas muertas, de un día que salió el lobo, todas ajagadas, reventadas, sin visceras, sembradas por el camino a orillas de los Fontanos.
Siempre se me erizaba el vello y tenía la sensación de sentirme observado. Picaba el caballo, y con el aire un poco más fresco en la cara, todo volvía a la normalidad. Pronto se alcanzaba la Escuentra y se olía el humo de hogar y el ladrido de un perro me devolvía la tranquilidad.

Un abrazo.

Hola Peña, como siempre muy bien descrito, solo añadir que además de lo percibido con los ojos y los oídos, en el molino también se sentían de una manera especial los olores, aún percibo ese olor especial de la harina y salvado recién molido.