FOLLOSO: Ncanor (y II)...

Ncanor (y II)

La casa con su portal, cuadras, pajares y huerta de los frutales formaban un todo cerrado y aislado por altas paredes que daban a cuatro calles: Las Peña de Abajo, Camino del Convento por el Huerto de la Peña, el camino de la Calea y el Camino de Atrás. Entre los pajares y una huerta de Blas había una pared alta que nos separaba de las cerezas de Alforja que un cerezal nos las enseñaba amarillas y coloradas y que muy pocas veces podíamos catar. Aquella pared para mi era única porque había plantas de boj que solamente había allí y su verde era único. Entre hiedras y otras enredaderas, también crecían las siemprevivas, a las que íbamos despoblando de sus carnosas hojas que eran verdaderos depósitos de agua.

El dueño de la casa era Nicanor. Era natural de La Cepeda, no sé si de San Feliz de las Lavanderas o de Escuredo y había casado con María de Folloso. Yo a la tía María nunca la vi en la calle. Los recuerdos que tengo de ella son de verla en un sillón de mimbre a través del balcón de su casa y sobre todo de oirla quejarse, sus ayes se metían en mis oídos cuando pasaba con los ganados y no desaparecían hasta que ya había dejado atrás el juego de bolos. Eran unos quejidos con cadencia y de tanto en tanto un ¡ay! disparaba el tono y luego volvían a ser acompasados. Tanto los agudos, como los más flojos y acompasados me provocaban angustia y tristeza que no desaparecía hasta que me concentraba en esquivar el perro de los Beltrán.

Nicanor ya era viejo. El pelo y los dientes le habían abandonado. Solía vestir pantalones de pana de canal ancho, camisa sin cuello y un chaleco de corte con botones no todos iguales. A mi me gustaba el bajero que era de color plata, y tenía forma de media esfera, en cuya cara redonda había labradas unas hojitas diminutas que Nicanor me decía que eran hojas de tabaco.

Teníamos unos prados cercanos en el Monte de Abajo, yo el Jardín y él el Villar. Nos buscábamos, yo porque era un rapacín y él, supongo, que porque también necesitaba compañía. En los avellanales que por allí había me cortaba varas derechas como velas y me enseñaba a "forgar". Otras veces coincidíamos en la Canalina y subíamos a la Presa a comer la merienda. Siempre me ofrecía jamón o lomo que él decía que no podía masticar porque sólo tenía cuatro "raigones" y me explicaba historias de cuando él era mozo y lo que se llegaba a comer de una "sentada". Era de sonrisa fácil y también buscaba la mía contándome cuentos como el de María Sarmiento que fue a cagar al huerto y se la llevó el viento. Y me explicaba acertijos, algunos con doble sentido y cuando yo picaba, lucía los raigones en una carcajada estruendosa y sincera.

A mediados de los cincuenta, Anónimo y Carballo habían marchado a estudiar y había quedado vacía la plaza de monaguillo. Y me tocó a mi aprender a ayudar a misa y memorizar aquellos latinajos que no sabía lo que significaban. Hasta que yo marché también, cuando cumplí los diez años, hice de monaguillo a D. Fermín y al hijo escolapio de Nicanor, D. César, que venía los veranos a "rediosear" con las vacas por los praos y los montes.

En mi carrera de monaguillo en Folloso asistí a tres entierros y el primero fue el de mi amigo Nicanor. Fue un entierro con muchos curas y mucho incienso. Usé bastante la naveta y el incensario y el calderín y el hisopo y escuché muchas veces el "pater noster, qui est in celis". Los curas lucían capas con bordados de hilo de oro en fondo negro. La iglesia olía tan fuerte que casi no se podía respirar, los hachones eran muy gordos y las velas más delgadas estaban todas encendidas y sus llamas se reflejaban en los ropajes de Santiago que dejaban ver los colores a través de la pátina. El camino hasta el cementerio se hizo largo y yo recé por Nicanor y no sabía imaginarme El Villar sin él, ni dibujar el poyo de su casa vacío al oscurecer en las noches de verano. Ni ver su perro en la Presa entre la LLastra y la Canalina saltando a buscar el cortezo de pan en el aire o verlo en el Ocidiello o mirar con toda la atención en la cueva de la raposa del Cadaval a ver si la veíamos. Entre esos pensamientos de futuro que realmente eran recuerdos del ayer cercano, bajaron con cuerdas el ataud en la poza que los vecinos habían picado con pala y azadón. Las palas empezaron a hablar arañando la tierra que escupida con fuerza repicaba en la tapa de la caja. Del silencio se pasó a oír llantos ahogados y por mi cara también rodaron lágrimas. No me atreví a mirar a nadie, convecido de que así tampoco me verían a mi.

Un abrazo.
Respuestas ya existentes para el anterior mensaje:
prodigiosa memoria descriptiva y un saber contar las cosas del alma para que lleguen muy dentro de todos nosotros, gracias maestro.