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LA MAGDALENA: TERCER PREMIO...

TERCER PREMIO

TÍTULO: EL CAMINO DE VUELTA
SEUDÓNIMO: TORNAVOZ

Al final de la jornada, bien entrada la noche, Anselmo vuelve a casa. Trae la cara y los brazos negros del polvo de carbón. Allí abajo no hay otra cosa, y después de diez horas metido en los intestinos de la tierra, tiene la negrura pegada hasta en el alma.
Cada día desde hace ya más de cuarenta años, recorre lentamente el camino que separa la mina de su casa. Y cada día le cuesta un poco más llegar hasta allí.
“Será la silicosis” –piensa, mientras intenta culminar la pequeña colina desde la que se divisa su casa.
A pesar del tiempo transcurrido, aún recuerda la primera vez que bajó. Era un hombre de apenas nueve años, que casi no podía ni con la tartera que madre le preparó para el almuerzo. Las caras de aquellos hombres oscuros, bajando sin hablar, sin un gesto, sin una queja, se le quedaron grabadas a Anselmo en lo más profundo de su alma. Era su trabajo y para ellos, la mina era su vida.
Con los ojos bien abiertos, sin pestañear, Anselmo entró en aquella jaula tirada por un motor chirriante como un demonio, que estaba suspendida de dos enormes poleas, sobre cuyas gargantas se deslizaban unas cuerdas metálicas y negras como el mismo carbón. El primer viaje duró una eternidad. Miles de kilómetros de roca negra y traviesas de madera fueron deslizándose ante los ojos curiosos de Anselmo. Un extraño olor que nunca antes había percibido, se le fue metiendo por la nariz hasta impregnar todo su cerebro. El olor inconfundible del metano del grisú, que sigue compartiendo su vida cuarenta y dos años después. Aquel día sintió por primera vez el amor por la mina.
Y Anselmo fue creciendo al abrigo de las rocas y las vagonetas. Y aquel mono nuevo, impoluto, y sus guantes de hombre de nueve años sin un rasguño ni una marca, se convirtieron en su herramienta de trabajo, junto a los picos, la bencina, las traviesas y el polvo negro. Esa era toda su vida.
Y trozos de su propia vida se le fueron con la explosión del ochenta y uno, en la que perdió a su amigo del alma, Tomás, por un cambio de turno que no tuvo que ser. Pero es igual, a otro le hubiera tocado. La mina te da y te quita. Te da la vida, la tierra, su alma. Y te quita. Parte de tu alma y parte de tu vida.
Mientras termina de recorrer cansinamente el camino de vuelta a casa, aún recuerda todas y cada una de las historias ocurridas en el fondo de la mina. Y allí abajo, en los pasadizos, Anselmo ha pasado miedo muchas veces. Miedo del crujir de la madera, de la huída y las carreras por un derrumbe inesperado, de los tiempos, de las esperas; pero sobre todo, Anselmo ha sentido miedo del silencio. Un silencio hueco, profundo. Un silencio que te transporta a lo más lejano, que te impulsa a escuchar tu propia respiración para no sentirte solo.
Y cada día de esos cuarenta años, cada semana, siempre; una y otra vez, Anselmo ha sentido la humedad sorda de los tabiques que te cala hasta los huesos, el silencio de la jaula al final de la jornada, ascendiendo cientos de metros repleta de hombres exhaustos por el esfuerzo y, por qué no, también la cerveza y las risas en la taberna de Tino, terminando la jornada antes de volver a casa.
Pero Anselmo sabe que mañana volverá de nuevo a la mina. Con el mismo miedo, con la misma incertidumbre, pero también con la misma pasión que el primer día. Ése en que le dieron el casco de Julián, que había dejado de bajar por la silicosis, y que le tapaba hasta los ojos. Aún lo conserva como un recuerdo imborrable.
Frente al espejo del cuarto de baño, con los brazos enjabonados hasta los codos, Anselmo siente la contradicción dentro de sí. La mina es su vida, la ama, y sin embargo no quiere que su hijo siga sus pasos. “Es una vida demasiado dura y peligrosa”, -piensa, mientras enjuaga sus brazos con un chorro de agua clara, que se escapa por el desagüe convertida en un río de lava, negro y pastoso. Por un instante se queda pensativo frente al espejo, que le devuelve la figura de un hombre resquebrajado por la lucha y esfuerzo.
Pero siempre encuentra un motivo para volver al día siguiente.
“Estamos abriendo una nueva veta, María. Ya nos falta muy poco para conseguir el objetivo de los treinta mil kilos esta semana”, -comenta durante la cena.
Sabe que hay pocas cosas que le puedan impedir acudir a su cita con la mina. Seguramente, no hay nada que le impida bajar cada día al centro de su corazón.

AUTOR: JOSÉ IGNACIO SEÑÁN CANO