• ‘El Pistolas’ se fue con su chiringo
• Fallece a los 52 años uno de los personajes más inclasificable, libre y conocido del Torío
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• F. Fernández / La Valcueva
Pocas veces la iglesia de La Valcueva acogió tanta gente en un entierro como ayer en el de Tori o El Pistolas (a nadie le escuché hablar de Victorino pues nadie le llamaba así). Se percibía en el ambiente, entre aquellas gentes de toda condiciónallí congregadas, que existía como nexo común de unión la magia que tienen los seres libres.
Porque Pistolas —que heredó el apodo de su padre por ser el mayor varón de los 11 hermanos que son— fue ante todo un ser libre, al que jamás le importó la vida de nadie con la pretensión de que a nadie le interesara la suya, y al que le gustó vivir siempre en el filo de todas las legalidades y conveniencias sociales. Y así murió. Ayer recordaban sus amigos como él y su chiringo fueron “los únicos seres capaces de no someterse a la terrible ley antitabaco. En aquel espacio singular que regentaba en La Valcueva, a medio camino entre tasca y museo, encontrabas fumando a los clientes, en contra de todas las leyes y también al cantinero, en contra de toda razón en un enfermo como era él, víctima de cuatro cánceres seguidos contra los que luchó con una entereza inimaginable y con una decisión irrevocable de morir como vivió, al margen de todos los convencionalismos.
“Yo siempre me busqué la vida”, repetía Tori para recordar su vida, desde aquel chaval de familia supernumerosa que “con 8 años ya me fui a cuidar ganado, en casa de Isidoro el de Cármenes”, hasta el que se hizo famoso en mitad de la acera de La Valcueva, sentado en aquel puesto de helados en el que había rotulado el recordado cartel de ‘Chiringo de Pistolas’. Era el lugar más parecido a un viejo rastro metido en un puesto de helados, tal vez el de la canción: “Si usted busca pilcheo, le mercamos la ja, si diquela y es mangui, le dejamos junar, si no pucha en caliente, le jamamos el biés”, en definitiva, lo imprevisible, todo y hasta un helado de chocolate.
Todavía era joven pero con mucho vivido cuando las enfermedades empezaron a golpearle con crueldad. Tuvo un cáncer de garganta, lo superó y le llegó el segundo, un golpe tan duro que le mandaron al psicólogo. “Me lo dijo muy claro, si no ocupas la cabeza te acabarás tirando al río”.
Fue increíle su reacción. Cogió un pico y una pala y se puso a hacer un mesón en los bajos de la vieja escuela, un espacio que habían utilizado para guardar el carbón, lleno de escombros. “Estuve ocho meses sin parar, mañana y tarde. Excavar y sacar, sin ayuda de nadie, sin tractor, sin nada, echaba los escombros en un cabás... “Le iba a decir yo a la psicóloga aquella si ocupaba la cabeza o no, claro que la ocupé”.
Y le arrancó a los escombros un nuevo chiringo, el mesón más singular de la comarca, en cuyas estanterías había de todo: viejos paquetes de tabaco (Celtas, Ideales...), botellas de licores ya descatalogadas y hasta una moto y una batería. “A los que vienen estresados les pongo ahí a darle al tambor hasta que se tranquilizan. Lo que falta lo hace el vino”.
En el chiringo sobrellevó sus últimos años, luchando contra cánceres sucesivos que le fueron comiendo pero jamás derrotando. Vivió como siempre lo había hecho, libre, hasta el último gramo de fuerzas que tuvo.
Pero se acabaron. El domingo se agotó y ya está excavando otro chiringo vaya usted a saber dónde. Donde pueda ser libre.
• Fallece a los 52 años uno de los personajes más inclasificable, libre y conocido del Torío
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• F. Fernández / La Valcueva
Pocas veces la iglesia de La Valcueva acogió tanta gente en un entierro como ayer en el de Tori o El Pistolas (a nadie le escuché hablar de Victorino pues nadie le llamaba así). Se percibía en el ambiente, entre aquellas gentes de toda condiciónallí congregadas, que existía como nexo común de unión la magia que tienen los seres libres.
Porque Pistolas —que heredó el apodo de su padre por ser el mayor varón de los 11 hermanos que son— fue ante todo un ser libre, al que jamás le importó la vida de nadie con la pretensión de que a nadie le interesara la suya, y al que le gustó vivir siempre en el filo de todas las legalidades y conveniencias sociales. Y así murió. Ayer recordaban sus amigos como él y su chiringo fueron “los únicos seres capaces de no someterse a la terrible ley antitabaco. En aquel espacio singular que regentaba en La Valcueva, a medio camino entre tasca y museo, encontrabas fumando a los clientes, en contra de todas las leyes y también al cantinero, en contra de toda razón en un enfermo como era él, víctima de cuatro cánceres seguidos contra los que luchó con una entereza inimaginable y con una decisión irrevocable de morir como vivió, al margen de todos los convencionalismos.
“Yo siempre me busqué la vida”, repetía Tori para recordar su vida, desde aquel chaval de familia supernumerosa que “con 8 años ya me fui a cuidar ganado, en casa de Isidoro el de Cármenes”, hasta el que se hizo famoso en mitad de la acera de La Valcueva, sentado en aquel puesto de helados en el que había rotulado el recordado cartel de ‘Chiringo de Pistolas’. Era el lugar más parecido a un viejo rastro metido en un puesto de helados, tal vez el de la canción: “Si usted busca pilcheo, le mercamos la ja, si diquela y es mangui, le dejamos junar, si no pucha en caliente, le jamamos el biés”, en definitiva, lo imprevisible, todo y hasta un helado de chocolate.
Todavía era joven pero con mucho vivido cuando las enfermedades empezaron a golpearle con crueldad. Tuvo un cáncer de garganta, lo superó y le llegó el segundo, un golpe tan duro que le mandaron al psicólogo. “Me lo dijo muy claro, si no ocupas la cabeza te acabarás tirando al río”.
Fue increíle su reacción. Cogió un pico y una pala y se puso a hacer un mesón en los bajos de la vieja escuela, un espacio que habían utilizado para guardar el carbón, lleno de escombros. “Estuve ocho meses sin parar, mañana y tarde. Excavar y sacar, sin ayuda de nadie, sin tractor, sin nada, echaba los escombros en un cabás... “Le iba a decir yo a la psicóloga aquella si ocupaba la cabeza o no, claro que la ocupé”.
Y le arrancó a los escombros un nuevo chiringo, el mesón más singular de la comarca, en cuyas estanterías había de todo: viejos paquetes de tabaco (Celtas, Ideales...), botellas de licores ya descatalogadas y hasta una moto y una batería. “A los que vienen estresados les pongo ahí a darle al tambor hasta que se tranquilizan. Lo que falta lo hace el vino”.
En el chiringo sobrellevó sus últimos años, luchando contra cánceres sucesivos que le fueron comiendo pero jamás derrotando. Vivió como siempre lo había hecho, libre, hasta el último gramo de fuerzas que tuvo.
Pero se acabaron. El domingo se agotó y ya está excavando otro chiringo vaya usted a saber dónde. Donde pueda ser libre.