Me dejaba acompañarle al
río a echar el naso, que él mismo había construido con malla de alambre y un par de aros de palero, en los ribazos del Pradico, sujeto con una cuerda para poder sacarlo sin meterse en el
agua. Siempre me advertía que no me acercase por allí para que las truchas no se espantasen, cosa que yo prometía solemnemente cumplir aún sabiendo que sería incapaz. Cada poco me acercaba con cuidado y atisbaba por si ya había truchas en el naso y tenía que aguantarme las ganas de ir a decírselo
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