Espacio y distancia. Vertical y horizontal. Relación entre tú y yo. ¡Ojos de Santa Lucía! Las venas de las plantas de los pies duermen tendidas en sus lechos rosados, tranquilizadas por las dos pequeñas estrellas que arriba las alumbran. Dejamos nuestros ojos en la superficie, como las flores acuáticas, y nos agazapamos detrás de ellos mientras flota en un mundo oscuro nuestra palpitante fisiología.
Me arrodillé.
Los chantres disparaban escopetazos desde el coro.
Mientras tanto había llegado la noche. Noche cerrada y brutal, como la cabeza de una mula con anteojeras de cuero.
En una de las puertas de salida estaba colgado el esqueleto de un pez antiguo; en otra, el esqueleto de un serafín, mecido suavemente por el aire ovalado de las ópticas, que llegaba fresquísimo de manzana y orilla.
Era necesario comer y pregunté por la posada.
Se encuentra usted muy lejos de ella. No olvide que la catedral está cerca de la estación del ferrocarril y esa posada se halla situada al Sur, más abajo del río.
Tengo tiempo de sobra.
Cerca estaba la estación del ferrocarril.
Plaza ancha, representativa de la emoción coja que arrastra la luna menguante, se abría al fondo, dura como las tres de la madrugada.
Poco a poco los cristales de las ópticas se fueron ocultando en sus pequeños ataúdes de cuero y níquel, en el silencio que descubría la sutil relación de pez, astro y gafas.
El que ha visto sus gafas solas bajo el claro de luna, o abandonó sus impertinentes en la playa, ha comprendido, como yo, esta delicada armonía (pez, astro, gafas) que se entrechoca sobre un inmenso mantel blanco recién mojado de champagne.
Pude componer perfectamente hasta ocho naturalezas muertas con los ojos de Santa Lucía.
Ojos de Santa Lucía sobre las nubes, en primer término, con un aire del que se acaban de marchar los pájaros.
Ojos de Santa Lucía en el mar, en la esfera del reloj, a los lados del yunque, en el gran tronco recién cortado.
Se pueden relacionar con el desierto, con las grandes superficies intactas, con un pie de mármol, con un termómetro, con un buey.
No se pueden unir con las montañas, ni con la rueca, ni con el sapo, ni con las materias algodonosas. Ojos de Santa Lucía.
Lejos de todo latido y lejos de toda pesadumbre. Permanentes. Inactivos. Sin oscilación ninguna. Viendo cómo huyen todas las cosas envueltas en su difícil temperatura eterna. Merecedores de la bandeja que les da realidad y levantados, como los pechos de Venus, frente al monóculo lleno de ironía que usa el enemigo malo.
Eché a andar nuevamente, impulsado por mis suelas de goma.
Me coronaba un magnífico silencio rodeado de pianos de cola por todas partes. En la oscuridad, dibujado con bombillas eléctricas, se podía leer sin esfuerzo ninguno: Estación de San Lázaro.
San Lázaro nació palidísimo. Despedía olor de oveja mojada. Cuando le daban azotes echaba terroncitos de azúcar por la boca. Percibía los menores ruidos. Una vez confesó a su madre que podía contar en la madrugada, por sus latidos, todos los corazones que había en la aldea.
Tuvo predilección por el silencio de otra órbita que arrastran los peces y se agachaba lleno de terror siempre que pasaba por un arco. Después de resucitar inventó el ataúd, el cirio, las luces de magnesio y las estaciones de ferrocarril. Cuando murió estaba duro y laminado como un pan de plata. Su alma iba detrás, desvirgada ya por el otro mundo, llena de fastidio, con un junco en la mano.
El tren correo había salido a las doce de la noche.
Yo tenía necesidad de partir en el expreso de las dos de la madrugada. Entradas de cementerios y andenes.
El mismo aire, el mismo vacío. los mismos cristales rotos.
Se alejaban los railes latiendo en su perspectiva de teorema, muertos y tendidos como el brazo de Cristo en la Cruz.
Caían de los techos en sombra yertas manzanas de miedo.
Me arrodillé.
Los chantres disparaban escopetazos desde el coro.
Mientras tanto había llegado la noche. Noche cerrada y brutal, como la cabeza de una mula con anteojeras de cuero.
En una de las puertas de salida estaba colgado el esqueleto de un pez antiguo; en otra, el esqueleto de un serafín, mecido suavemente por el aire ovalado de las ópticas, que llegaba fresquísimo de manzana y orilla.
Era necesario comer y pregunté por la posada.
Se encuentra usted muy lejos de ella. No olvide que la catedral está cerca de la estación del ferrocarril y esa posada se halla situada al Sur, más abajo del río.
Tengo tiempo de sobra.
Cerca estaba la estación del ferrocarril.
Plaza ancha, representativa de la emoción coja que arrastra la luna menguante, se abría al fondo, dura como las tres de la madrugada.
Poco a poco los cristales de las ópticas se fueron ocultando en sus pequeños ataúdes de cuero y níquel, en el silencio que descubría la sutil relación de pez, astro y gafas.
El que ha visto sus gafas solas bajo el claro de luna, o abandonó sus impertinentes en la playa, ha comprendido, como yo, esta delicada armonía (pez, astro, gafas) que se entrechoca sobre un inmenso mantel blanco recién mojado de champagne.
Pude componer perfectamente hasta ocho naturalezas muertas con los ojos de Santa Lucía.
Ojos de Santa Lucía sobre las nubes, en primer término, con un aire del que se acaban de marchar los pájaros.
Ojos de Santa Lucía en el mar, en la esfera del reloj, a los lados del yunque, en el gran tronco recién cortado.
Se pueden relacionar con el desierto, con las grandes superficies intactas, con un pie de mármol, con un termómetro, con un buey.
No se pueden unir con las montañas, ni con la rueca, ni con el sapo, ni con las materias algodonosas. Ojos de Santa Lucía.
Lejos de todo latido y lejos de toda pesadumbre. Permanentes. Inactivos. Sin oscilación ninguna. Viendo cómo huyen todas las cosas envueltas en su difícil temperatura eterna. Merecedores de la bandeja que les da realidad y levantados, como los pechos de Venus, frente al monóculo lleno de ironía que usa el enemigo malo.
Eché a andar nuevamente, impulsado por mis suelas de goma.
Me coronaba un magnífico silencio rodeado de pianos de cola por todas partes. En la oscuridad, dibujado con bombillas eléctricas, se podía leer sin esfuerzo ninguno: Estación de San Lázaro.
San Lázaro nació palidísimo. Despedía olor de oveja mojada. Cuando le daban azotes echaba terroncitos de azúcar por la boca. Percibía los menores ruidos. Una vez confesó a su madre que podía contar en la madrugada, por sus latidos, todos los corazones que había en la aldea.
Tuvo predilección por el silencio de otra órbita que arrastran los peces y se agachaba lleno de terror siempre que pasaba por un arco. Después de resucitar inventó el ataúd, el cirio, las luces de magnesio y las estaciones de ferrocarril. Cuando murió estaba duro y laminado como un pan de plata. Su alma iba detrás, desvirgada ya por el otro mundo, llena de fastidio, con un junco en la mano.
El tren correo había salido a las doce de la noche.
Yo tenía necesidad de partir en el expreso de las dos de la madrugada. Entradas de cementerios y andenes.
El mismo aire, el mismo vacío. los mismos cristales rotos.
Se alejaban los railes latiendo en su perspectiva de teorema, muertos y tendidos como el brazo de Cristo en la Cruz.
Caían de los techos en sombra yertas manzanas de miedo.