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ME GUSTÓ:

Hogaza de pan tan rica

Nos peleábamos entre los primos, en los días furiosos del sol de agosto en el pueblo, porque la abuela, con su estricto moño de gobernanta sabia, nos mandara a uno y no a otro a la panadería, a comprar la hogaza del pan. Lóbrega panadería del pueblo, con horno propio, a la vez taberna y asador para el día de la Fiesta, tienda de ultramarinos –y cómo de exótico nos sonaba esto de ultramarinos, como si las sardinillas apretujadas en la lata vinieran así de allende unos mares colosales que no sabíamos siquiera ni imaginar por aquellos semidesérticos andurriales- y único teléfono también, club social además para las partidas de los viejos al atardecer, que todo eso reunían sus ahumadas paredes entre veinte metros cuadrados y bajo tres bombillas huérfanas. Era la panadería aquella como el bonsai de un Corte Inglés en potencia que el mío pueblo entonces ya tuviera, todo un lujo asiático en la híspida meseta, que había pueblajos de Dios perdidos que ni eso tenían, y que a mi modo, como en un haiku muy mío, quisiera yo ahora acercar a tus ojos y a tu alma, lector venerable.

La blanca fumata del horno anunciaba a media mañana que ese día tendríamos ¡pan reciente! Corríamos luego por las callejas hasta allí para llegar cuanto antes… a esperar en la cola. “Ya sale, ya sale”, murmuraba con entusiasmo en la voz alguien, y aquel olor de la masa candeal horneándose que inundaba la estancia de la espera, aquel cálido y penetrante aroma sólo podía ser un anticipo cierto del Paraíso. No puedo concebir un olor más subyugante que aquel. Debe así oler la Gloria. Nos quedábamos todos ya un poco transidos y medio colocados en la ardiente esperanza de la epifanía de las hogazas, que como escudos recién tostados al oro, como esféricas efigies de enormes monedas walkirias derramadas, entre la agitación festiva de los presentes, lanzaba el panadero sin contemplaciones al cabo sobre los estantes.

Pagábamos la hogaza, restallante de brillo candente, y volvíamos a casa triunfadores, con ella entre las manos, y había que pasársela, con el pañuelo debajo, de la una a la otra, y soplarlas mientras, que quemaba de lo lindo la hogaza, como si acabáramos de conquistar un trofeo precario, aquel pandero de pan ardiente que tanto recordaba también al mismo disco solar. Mirábamos arriba del cielo azul, luego al círculo aquel de harina amasada e incandescente elevada al fuego del horno que entre las manos llevábamos. Qué cegadora confusión de soles. Sólo que nos quedaba éste de la hogaza al alcance, provocador, tangible, arrebatador, insolente de dorada y muy aromática belleza.

Y entonces, cuando íbamos ya a llegar a la casa de la abuela, cómo vence un niño la tentación, díganmelo, explíquenmelo bien, por favor, como puede un niño no darle un pellizco a la hogaza, mellarle con los dedos su corteza crujiente, encentarla y llevarse una primicia de ella a la boca, el milagro verdadero de aquel pan entre los labios y el paladar, que no habría manjar que la mejor cocina francesa en mil siglos que tuviera podría inventar a su altura.
“Ahora verás, la que te vas a ganar con la abuela”, nos despertaba alguien de ese sueño. Sólo que la abuela por esta vez, alabado sea el Señor, hacía como que nada veía. Ella misma se permitía la insólita indulgencia de darle un trisco a la hogaza crepitante y tan rica, de saborear así su trozo de pan.

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