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MANZANEDA DE OMAÑA: Coincidíamos como pastores de nuestras respectivas...

Coincidíamos como pastores de nuestras respectivas vacas en las llamas de Castriello con largas horas para el compadreo y compartir peripecias. Manolo me enseñó a afilar la navaja y el machado en una piedra asperón; a buscar las mejores varas de fresno y cómo calentarlas en la hoguera para que domasen bien a la hora de hacer una cachaba; a asar patatas allá por el otoño; a hacer chiflos y berrones con la monda del palero; a saber cuando era la hora de volver con las vacas para casa según la longitud de la sombra del chopo de su llama de Castriello; a deslizar por una pendiente de yerba agostada con una tabla como si se tratara de un trineo en la nieve; a matar el hambre con las hojas de acedera y tallos tiernos de espino o los frutos del tapaculos y del espino mayolar; me enseñó a distinguir las ranas de los sapos y a sacar a los grillos de su agujero hurgándoles con una paja en la retaguardia; me amedrentaba diciéndome que los sapos podían dejarte ciego si te alcanzaban con su chorro de orina o que los dientes de los lagartos se cerraban como mordazas una vez que te habían mordido y que ni siquiera metiéndoles la cola en una hoguera te soltaban. Me tomaba el pelo haciéndome creer que le podía ganar en un pulso o echándole un balto, para finalmente burlarse de mí torciéndome el brazo o tirándome al suelo con una repentina voltereta como si yo fuera una pluma. Era mi preceptor en asuntos pueblerinos y descubrimientos propios de la edad, pero no desperdiciaba ocasión para dejar patente que era él quien controlaba la situación, lo que se traducía en un empeño por mi parte en emularle en fuerza y habilidad con el ferviente deseo de ganarle algún día en algo.

Yo me sentía muy identificado con todo lo que veía hacer a los mayores y deseaba tener la destreza y fuerza necesarias para dejar de ser considerado un niño, por lo que era frecuente quedarme mirando a Manolo cuando partía la leña de roble asombrado de su destreza para golpear con el filo del machado (hacha) en el mismo punto de la trampa (planta de roble que troceada servía para atizar la cocina de leña) y cómo el bíceps surcado de venillas se le abultaba en cada hachazo. Solo necesitaba dos o tres golpes para cortar cada trozo de madera con un corte limpio. Cuando yo me ponía a partir leña, cada hachazo producía un corte insignificante, distanciado un centímetro o más del golpe anterior, y tal parecía que en vez de machado estaba golpeando la trampa con un martillo y en vez de profundizar en el corte lo que conseguía era obtener pequeñas porciones de roble (sorollos) que se desprendían entre los cortes sucesivos. Creo que yo era el mayor productor de sorollos de la zona, que eran muy apreciados por mi abuela cuando quería avivar la lumbre para los fisuelos o calentar la plancha en la chapa de la cocina, pero que merecían la desaprobación del abuelo que veía como buena parte de la leña que había traído del monte quedaba molida al pie del leñero, donde a las gallinas les encantaba acurrucarse al sol del atardecer. Por más horas que dedicaba a partir leña, no conseguía que mis bíceps se parecieran ni por asomo a los de Manolo y mi destreza como leñador seguía siendo penosa.

Manolo era muy veloz corriendo y con su vara en la mano era capaz de atajar a las vacas cuando moscaban y las hacía sentir con sus voces airadas y unos buenos varazos en el lomo que era mejor obedecer. Cuando moscaban mis vacas y yo intentaba hacerles sentir mi autoridad como había visto hacer a Manolo, me debían ver tan insignificante que su única consideración hacía mi persona era intentar no arrollarme en su galope desenfrenado a la búsqueda de una sombra que les aliviara del mordisco de las moscas rocineras. Manolo era veloz incluso con madreñas. Cuando yo me ponía las bonitas madreñas pintadas que me había regalado mi abuelo, me convertía en un patoso preocupado de que no se me saliera el pie de la zapatilla y de no torcerme un tobillo. Las madreñas de Manolo, que inicialmente habrían sido del color blanco del abedul con que estaban hechas, tenían el color impreciso de las madreñas veteranas acostumbradas a navegar en los orines y boñigas de vaca, inevitables al limpiar la cuadra, pero yo le veía correr detrás de las vacas o en el recreo de la escuela jugando al tus apoyándose en la puntera de la madreña y los dos tacos delanteros, con la misma facilidad que yo lo hacía con alpargatas. Jugando al tus con o sin madreñas, Manolo era el mejor, igual que a la bigarda y a otro juego cuyo nombre no recuerdo consistente en ahondar el hoyo que cada uno de los rivales había hecho en el pasto, habitual cuando nos juntábamos varios pastores con las vacas en El Vallado.