Me dejaba acompañarle al río a echar el naso, que él mismo había construido con malla de alambre y un par de aros de palero, en los ribazos del Pradico, sujeto con una cuerda para poder sacarlo sin meterse en el agua. Siempre me advertía que no me acercase por allí para que las truchas no se espantasen, cosa que yo prometía solemnemente cumplir aún sabiendo que sería incapaz. Cada poco me acercaba con cuidado y atisbaba por si ya había truchas en el naso y tenía que aguantarme las ganas de ir a decírselo a Manolo porque sabía que me reñiría. Si veía que dentro del naso había alguna trucha grande revolviéndose de un lado para otro, era tal la desazón que me reconcomía pensando que la trucha acertaría a encontrar el embudo de entrada y se escaparía, que aún sabiendo la bronca que me iba a ganar corría a decírselo.
En el verano casi todos los días echaba un rato a su afición preferida, pescar truchas a mano en la zona del río que seguía a la puerta de la huerta de mis abuelos, una zona en sombra de chopos y paleros que parecía muy propicia para que las truchas buscarán cobijo debajo de las piedras, no se si para descansar del esfuerzo continuo de mantenerse vigilantes y nadando estáticas contracorriente a la espera de los mosquitos que traía el río Omaña o para refugiarse del bullicio que armábamos la chiquillería de la casa junto al lavadero. Me gustaba verle como iba de piedra en piedra tentando los agujeros que dejaban con el fondo del río y sabía que cuando se detenía en una de ellas, con el agua llegándole al pecho y la cara ladeada para que el agua no le impidiera respirar, era porque había tentado la barriga de una trucha. Se iniciaba entonces un suspense que podía durar varios minutos que me ponía muy nervioso, que solo terminaba cuando conseguía que la trucha cambiara su posición en la guarida y él podía cogerla por las agallas para sacarla del agua. Le daba un mordisco para matarla y me la lanzaba para que yo la escondiera entre las hierbas de la orilla, por si se presentaba Marcos el guarda ríos de El Castillo. En alguna ocasión le vi sacar dos truchas de la misma piedra. Era un fenómeno.
Le gustaba enseñarme cosas nuevas y probablemente de forma inconsciente buscaba deslumbrarme. Y ciertamente que lo conseguía con frecuencia. Recuerdo un año en que la misma tarde que llegamos a Vega fui a buscarle a la Casa Vieja, que me dejó pasmado con algo que posiblemente había aprendido de otros pastores mayores desde que nos habíamos visto por última vez el verano anterior. Terminado el recuento de cabras y ovejas que acababan de llegar al corral, vi que tras algunas carreras por el corral consiguió coger un cabrito joven que se mostraba algo inquieto y supuse que le frotaba la barriga para calmarle mientras me miraba con cara maliciosa. Mientras yo intentaba descubrir el por qué de aquellas maniobras y el significado de la mirada cómplice de Manolo, contemplé estupefacto como al cabrito le salía de la barriga un pirulí rosado como el que yo había visto esgrimir a carneros y cabritos adultos cuando montaban a ovejas y cabras mientras caminaban por la carretera conducidos por el pastor. Manolo soltó al cabrito y yo me fui todo corrido para casa sin darle lugar a más explicaciones. Seguramente Manolo no supo valorar que aún era pronto para transmitirme según qué conocimientos. Pero así suele suceder con las cuestiones más turbadoras, que surgen de improviso y nos descolocan.
Yo estaba dispuesto a creerme a pies juntillas todo lo que Manolo me decía, pues era mayor que yo y lugareño lo que a mis ojos le confería una gran autoridad, pero recuerdo que a pesar de esta predisposición crédula por mi parte en una ocasión tuve serias dudas. Yo estaba convencido que Manolo podría haber sido guía indio como los de las películas del Oeste, pues observaba detalles que a cualquiera nos pasaban desapercibidos. Al ver una quijada de animal calcinada por el sol durante años, por delante de la que yo había pasado infinidad de veces sin pensar otra cosa que el animal había tenido un mal encuentro con el lobo, si iba con Manolo él me preguntaba si sabía de qué animal se trataba. Ante mi encogida de hombros, él me decía si era de vaca, burro o caballo. Un día me dijo que las cagadas de las personas podían dar mucha información y, a renglón seguido, me preguntó si yo era capaz distinguir cuales eran de hombre y cuales de mujer. Como siempre me dio un cierto tiempo para que yo hiciera mis cábalas, aunque creo que como muchas otras veces era para poner más en evidencia mi ignorancia en el asunto. Cuando en señal de rendición me encogí de hombros, Manolo sentenció “las de las mujeres son mas gordas“. No supe que contestar a afirmación tan rotunda y tampoco se me alcanzaba la utilidad de semejante conocimiento, pero me inquietó su respuesta.
Los dos párrafos que siguen describen mis elucubraciones al respecto y el lector hará bien en saltárselos por su carácter escatológico, aunque muestran el interés que a veces ponemos en resolver cosas tan nimias, sobre todo si tienen algún componente morboso.
En el verano casi todos los días echaba un rato a su afición preferida, pescar truchas a mano en la zona del río que seguía a la puerta de la huerta de mis abuelos, una zona en sombra de chopos y paleros que parecía muy propicia para que las truchas buscarán cobijo debajo de las piedras, no se si para descansar del esfuerzo continuo de mantenerse vigilantes y nadando estáticas contracorriente a la espera de los mosquitos que traía el río Omaña o para refugiarse del bullicio que armábamos la chiquillería de la casa junto al lavadero. Me gustaba verle como iba de piedra en piedra tentando los agujeros que dejaban con el fondo del río y sabía que cuando se detenía en una de ellas, con el agua llegándole al pecho y la cara ladeada para que el agua no le impidiera respirar, era porque había tentado la barriga de una trucha. Se iniciaba entonces un suspense que podía durar varios minutos que me ponía muy nervioso, que solo terminaba cuando conseguía que la trucha cambiara su posición en la guarida y él podía cogerla por las agallas para sacarla del agua. Le daba un mordisco para matarla y me la lanzaba para que yo la escondiera entre las hierbas de la orilla, por si se presentaba Marcos el guarda ríos de El Castillo. En alguna ocasión le vi sacar dos truchas de la misma piedra. Era un fenómeno.
Le gustaba enseñarme cosas nuevas y probablemente de forma inconsciente buscaba deslumbrarme. Y ciertamente que lo conseguía con frecuencia. Recuerdo un año en que la misma tarde que llegamos a Vega fui a buscarle a la Casa Vieja, que me dejó pasmado con algo que posiblemente había aprendido de otros pastores mayores desde que nos habíamos visto por última vez el verano anterior. Terminado el recuento de cabras y ovejas que acababan de llegar al corral, vi que tras algunas carreras por el corral consiguió coger un cabrito joven que se mostraba algo inquieto y supuse que le frotaba la barriga para calmarle mientras me miraba con cara maliciosa. Mientras yo intentaba descubrir el por qué de aquellas maniobras y el significado de la mirada cómplice de Manolo, contemplé estupefacto como al cabrito le salía de la barriga un pirulí rosado como el que yo había visto esgrimir a carneros y cabritos adultos cuando montaban a ovejas y cabras mientras caminaban por la carretera conducidos por el pastor. Manolo soltó al cabrito y yo me fui todo corrido para casa sin darle lugar a más explicaciones. Seguramente Manolo no supo valorar que aún era pronto para transmitirme según qué conocimientos. Pero así suele suceder con las cuestiones más turbadoras, que surgen de improviso y nos descolocan.
Yo estaba dispuesto a creerme a pies juntillas todo lo que Manolo me decía, pues era mayor que yo y lugareño lo que a mis ojos le confería una gran autoridad, pero recuerdo que a pesar de esta predisposición crédula por mi parte en una ocasión tuve serias dudas. Yo estaba convencido que Manolo podría haber sido guía indio como los de las películas del Oeste, pues observaba detalles que a cualquiera nos pasaban desapercibidos. Al ver una quijada de animal calcinada por el sol durante años, por delante de la que yo había pasado infinidad de veces sin pensar otra cosa que el animal había tenido un mal encuentro con el lobo, si iba con Manolo él me preguntaba si sabía de qué animal se trataba. Ante mi encogida de hombros, él me decía si era de vaca, burro o caballo. Un día me dijo que las cagadas de las personas podían dar mucha información y, a renglón seguido, me preguntó si yo era capaz distinguir cuales eran de hombre y cuales de mujer. Como siempre me dio un cierto tiempo para que yo hiciera mis cábalas, aunque creo que como muchas otras veces era para poner más en evidencia mi ignorancia en el asunto. Cuando en señal de rendición me encogí de hombros, Manolo sentenció “las de las mujeres son mas gordas“. No supe que contestar a afirmación tan rotunda y tampoco se me alcanzaba la utilidad de semejante conocimiento, pero me inquietó su respuesta.
Los dos párrafos que siguen describen mis elucubraciones al respecto y el lector hará bien en saltárselos por su carácter escatológico, aunque muestran el interés que a veces ponemos en resolver cosas tan nimias, sobre todo si tienen algún componente morboso.