También hay quien decía que entre la casa-abadía y la iglesia había un túnel secreto. No se si era el interés por mantener en secreto la entrada subterránea a la iglesia, lo que movía a don Abundio el cura a alejar de las obras de reconstrucción de la iglesia a todo curioso y a espantar a los chavales tan pronto aparecían por allí. Baldomino recuerda que don Abundio, que no le quiso bautizar como Baldomino argumentando que el nombre no estaba en el santoral y finalmente obligó a ponerle Baldomino José, cada vez que le veía cerca de la obra le asustaba diciendo “Josepín vamos pa Lariego” y cómo él salía pitando a esconderse del señor cura.
El cenobio me dicen que estuvo situado en la casa de Tomasín que yo visitaba de vez en cuando de chaval, aún vivía su abuela doña Cándida y su tía María, para leer con avidez su abundante colección de tebeos y comer alguna de las enormes ciruelas moradas de la huerta. Por su fachada y el alto muro que sujeta las tierras de la huerta, creo que era la casa con más empaque del pueblo. Me dicen que un escudo que lucía en la fachada se lo quitó de en medio Humberto, el maestro constructor de Vegarienza para el que un escudo nobiliario no dejaba de ser más que una piedra con forma rara, cuando le encargaron arreglar el tejado. Durante años todos los que teníamos que coger el autobús a media mañana en dirección a Villablino, esperábamos al renqueante autobús sentados en el poyete de la casa sin sospechar que aquel lugar había sido tan sagrado. Creo que solo Indalecio, tío de Tomás y molinero tardío al que yo le llevaba de vez en cuando centeno para moler, estaba en el secreto de lo que había sido aquella casa y sabía aprovechar la placidez que emanaba de sus piedras pues solía vérsele durmiendo la siesta en el poyete, ancho suficiente para contener su exigua figura, con el caletre bien protegido por su inseparable boina. Coincidí con Tomás en la procesión de San Salvador y me confirmó que al hacer una reforma aparecieron unos arcos que habían estado ocultos bajo una capa de cal, con inscripciones en griego y fechados en mil setecientos y pico y que el escudo está, como siempre lo recuerda, desmontado dentro del patio sin que Humberto haya intervenido para nada.
Siempre me había llamado la atención el elegante arco de piedra tallada de la fachada de la casa de Santos. Era lo primero que veíamos desde casa de mis abuelos cuando mirábamos carretera arriba, enmarcado entre los dos negrillos que hubo al final del desaparecido puente de piedra de la carretera sobre el río Baltaín. Cuando pregunté en casa de Estela si sabían a que obedecía aquella sutileza arquitectónica en una casa campesina, Vicente se apresuró a contestar que había oído que fue un palacio donde vivió un príncipe que estaba muy enfermo y ciego, que acostumbraba a asolearse en las peñas de enfrente. Casi al unísono, los presentes le preguntamos cómo siendo ciego era capaz de subirse por las peñas sin descalabrarse y Vicente, tras una pausa reflexiva, aventuró que quizá el príncipe solo fuera tuerto. Ya se sabe que los dichos no hay que tomárselos muy al pie de la letra. Por la tarde, saludando a Pili la de Santos al pie del arco, la pregunté acerca del arco y me dijo sin la menor sombra de duda que había sido un convento y que dentro de la casa había más arcos, que amablemente accedió a enseñarnos. Efectivamente, en el interior hay otro arco de medio punto algo más tosco, de pizarra, y otro más pequeño con su parte superior truncada y que en alguna reforma había sido rematado con una viga que sostenía a modo de cargadero la pared que había sobre el arco. Salvo que su abuelo Santos fue el que compró la casa, para entonces el refectorio y la capilla ya debían haber sido convertidos en cuadras, no le constaba documento alguno relativo al convento. Enfrente a la casa de Santos, al otro lado de la carretera, aún se conserva contra las peñas un murete que dicen que fué una ermita o capilla que supongo, por el poco espacio entre la carretera y las peñas, debió ser del estilo de la que hay a la entrada de Marzán en el Valle Gordo que solo contiene una imagen.
El cenobio me dicen que estuvo situado en la casa de Tomasín que yo visitaba de vez en cuando de chaval, aún vivía su abuela doña Cándida y su tía María, para leer con avidez su abundante colección de tebeos y comer alguna de las enormes ciruelas moradas de la huerta. Por su fachada y el alto muro que sujeta las tierras de la huerta, creo que era la casa con más empaque del pueblo. Me dicen que un escudo que lucía en la fachada se lo quitó de en medio Humberto, el maestro constructor de Vegarienza para el que un escudo nobiliario no dejaba de ser más que una piedra con forma rara, cuando le encargaron arreglar el tejado. Durante años todos los que teníamos que coger el autobús a media mañana en dirección a Villablino, esperábamos al renqueante autobús sentados en el poyete de la casa sin sospechar que aquel lugar había sido tan sagrado. Creo que solo Indalecio, tío de Tomás y molinero tardío al que yo le llevaba de vez en cuando centeno para moler, estaba en el secreto de lo que había sido aquella casa y sabía aprovechar la placidez que emanaba de sus piedras pues solía vérsele durmiendo la siesta en el poyete, ancho suficiente para contener su exigua figura, con el caletre bien protegido por su inseparable boina. Coincidí con Tomás en la procesión de San Salvador y me confirmó que al hacer una reforma aparecieron unos arcos que habían estado ocultos bajo una capa de cal, con inscripciones en griego y fechados en mil setecientos y pico y que el escudo está, como siempre lo recuerda, desmontado dentro del patio sin que Humberto haya intervenido para nada.
Siempre me había llamado la atención el elegante arco de piedra tallada de la fachada de la casa de Santos. Era lo primero que veíamos desde casa de mis abuelos cuando mirábamos carretera arriba, enmarcado entre los dos negrillos que hubo al final del desaparecido puente de piedra de la carretera sobre el río Baltaín. Cuando pregunté en casa de Estela si sabían a que obedecía aquella sutileza arquitectónica en una casa campesina, Vicente se apresuró a contestar que había oído que fue un palacio donde vivió un príncipe que estaba muy enfermo y ciego, que acostumbraba a asolearse en las peñas de enfrente. Casi al unísono, los presentes le preguntamos cómo siendo ciego era capaz de subirse por las peñas sin descalabrarse y Vicente, tras una pausa reflexiva, aventuró que quizá el príncipe solo fuera tuerto. Ya se sabe que los dichos no hay que tomárselos muy al pie de la letra. Por la tarde, saludando a Pili la de Santos al pie del arco, la pregunté acerca del arco y me dijo sin la menor sombra de duda que había sido un convento y que dentro de la casa había más arcos, que amablemente accedió a enseñarnos. Efectivamente, en el interior hay otro arco de medio punto algo más tosco, de pizarra, y otro más pequeño con su parte superior truncada y que en alguna reforma había sido rematado con una viga que sostenía a modo de cargadero la pared que había sobre el arco. Salvo que su abuelo Santos fue el que compró la casa, para entonces el refectorio y la capilla ya debían haber sido convertidos en cuadras, no le constaba documento alguno relativo al convento. Enfrente a la casa de Santos, al otro lado de la carretera, aún se conserva contra las peñas un murete que dicen que fué una ermita o capilla que supongo, por el poco espacio entre la carretera y las peñas, debió ser del estilo de la que hay a la entrada de Marzán en el Valle Gordo que solo contiene una imagen.