MATANZA DEL
CERDO.
Antes de proceder a la matanza del cerdo, había que saber qué fecha iba a convenir, siendo ésta un día que no se hubiera de ir con la hacienda, a fin de estar en
casa para ayudar en la faena; luego, había que saber qué día lo iban a hacer los familiares para que no coincidieran fechas.
Llegado el día, mejor dicho, llegada la víspera por la
noche, se juntaban en la casa donde se iba a realizar la faena las
familias acompañadas por sus respectivos hijos, pues para todos había labor; así, los hombres, migaban el
pan en finas tostas para las famosas morcillas, que se hacían en gran cantidad, pues llegaría el
verano y aún habría reservas.
Las mujeres picaban las cebollas que habían de envolverse con el pan y la sangre del cerdo, más el sebo de los animales que también se sacrificaban en el mismo día de la víspera del cerdo.
Esa faena de la matanza de los animales, fueran
cabras u
ovejas, las solían hacer los mozos; estos animales, ya de antemano, eran seleccionados a tal fin. Un mes antes se les daba un pienso, fuera de su alimentación ordinaria, por lo que solían estar muy gordos; casi siempre se escogían animales que, por cualquier anomalía, no eran aptos para recriar: o sea, para tener hijos; otras veces tocaba la corrida a alguno que tuviera algún defecto como pérdida de un ojo, o fuera cojo, u otra anomalía.
Como había dicho antes, en ese día se hacía acopio para casi todo el año, de forma que siempre había algún capón, fuera cabrío o lanar que, en adelante, después de curada su carne, daría muy rica cecina que allá en tiempo de siega de hierba y paja haría coger buenos ánimos a los que trabajaban, pues su poder nutritivo y, además, su buen paladar, harían el trabajo más llevadero, pensando con buen apetito en la hora del yantar.
Después de realizada la faena del envuelto de pan y cebolla, y con el fin de que, al estar así casi toda la noche, suavizara el pan, antes de partir para la casa, cada uno se echaba la sosiega consistía en sacar a la mesa torta o bollo, sequillos y el clásico orujo.
Al siguiente día, bien pronto, casi con estrellas, ya iban llegando los mayores, a fin de sorprender al animal dormido, allí, a la cocina, al calor de los leños que ardían en la lumbre.
Se esperaba a que llegaran los que iban a colaborar en la
caza del animal que, como es sabido, los había como si fueran jabalíes y, más de una vez, dieron buenos sustos a sus matachines, poniéndoles pies arriba unas veces y escapándoseles de la mesa otras; esto sucedía sólo cuando estaban los aparejos mal preparados, las cuerdas malas que, al romperlas, quedaba libre el gocho y daba al traste con todo.
Después de llegados todos a la casa, se echaba la parva, que era la toma de orujo con la correspondiente ración de bollo o torta, unos, o pastas otros; luego se iba a donde estaba el cerdo, o sea, al cubil y se procedía a su captura y luego sucede según anteriormente queda dicho; se le acuesta encima de la mesa, se le manean sus patas delanteras, se mete por entre ellas la trasera que ocupa la inferior hasta el corvejón y, cuando la cuerda es buena y resistente, aguanta y todo va bien, pero si se rompe, entonces sucedía lo antes dicho.
Se sangraba al animal batiendo su sangre para que no coagulase, luego se le chamuscaba con paja, se le limpiaba bien de sus cerdas o pelos, se le abría, se sacaban todos sus intestinos y tripas, se le colgaba y asunto terminado.
Dejábamos el cerdo ya colgado y ahora había que almorzar. Primero se comían unas buenas sopas de ajo aderezadas con la grasa del animal, que además estaban condimentadas con aquel riquísimo pan de hogaza amasado en casa, que sabía a gloria.
A continuación la clásica Chanfaina, que las mujeres, como la hacían varias veces al año, conseguían riquísima; consistía en hígado picado fino, cebolla y pan; bien condimentado con ajo, laurel y otras hierbas aromáticas; a mí me gustaba mucho y, mi madre, cuando sacrificábamos algún animal, siempre lo hacía.
Como
postre se recurría a productos del país:
nueces, avellanas, manzanas y
castañas; todo ello remojado con vino de Tierra de
Campos, que pronto haría que se animara la conversación.
Luego, las mujeres dedicarían el día al llenado de las tripas ya preparadas, o sea, a hacer las morcillas; después, con el fin de que no fermentara en la tripa, lo que se decía ponerse ácidas, las cocían bien, pinchando con una aguja varias veces la tripa para que, al crecer con la cocción, no reventaran y sirvieran los pequeños agujeros de poros para expirar el aire que había en su interior; luego se las tendía hasta que enfriaban y se las colgaba en grandes varales a curar; algunas veces, cuando las mujeres lo consideraban oportuno, y transcurridos unos días, las daban un nuevo
cocido, pero esta faena se hacía nada más que alguna vez que el tiempo estaba muy húmedo y era necesario.
Pronto llegaba la hora de la cena, a la que asistían las familias con todos sus hijos y los pastores que eran la delicia de los pequeños cuando contaban cosas de los lobos; por allí abundaban y diariamente iban a molestar a sus rebaños.
La cena solía consistir en que, como el almuerzo era ya tarde y abundante y por estas fechas los días son pequeños, no se hacía
comida de medio día y ésta se reservaba para la noche. Consistía en una buena sopa de fideo, garbanzos con berza y abundante morcilla, tocino y carne y chorizo. Los
postres, ya lo dije antes, solían ser manzanas, castañas y nueces, casi siempre.
Luego unos jugarían las cartas, otros conversaban y los pequeños jugábamos a los clásico
juegos como La Pega y La Mega.
LA HILA.
Es la
reunión ancestral leonesa que se remonta a la noche de los tiempos en que la gente se reunia al oscurecer en una casa y en la que se contaban las historias cotidianas y hazañas y cuentos fantásticos, se bailaba y se hilaba y tejia el lino y la lana.
LOS JUEGOS DE GUAJES
Muchos eran los juegos que empleábamos los niños para divertirnos por aquellos años veintitantos; los más clásicos, según la época del año eran:
EL CALVO
En
primavera, por ejemplo, El Calvo que consistía en un palo que tuviera tres patas, el cual colocábamos a cierta distancia y luego se hacía una raya por cada lado.
Entre estas dos rayas y colocado por un lado estaba El Calvero. Cada niño que jugaba tenía un palo que se tiraba al calvo; unos le tiraban y otros no. Pero estos palos que se tiraban y quedaban al lado opuesto, para pasar a por ellos había que atravesar el
campo vedado entre las dos rayas que vigilaba el calvero.
Al que intentaba cruzarlo, el calvero le tiraba una pelota; si le daba dentro de esta zona, entre las dos rayas, éste pasaba a ocupar el lugar del calvero y así sucesivamente. Los había con mucha astucia que poquísimas veces eran tocados con la pelota.
LA PEONZA
Aún recuerdo algunas famosas peonzas, como lo recordarán mis compañeros que aún vivan.
Quién no recuerda aquella famosa peonza que yo bauticé con el nombre de Pergamino por su suavidad al
bailar; pues cuando se la cogía en la mano
bailando, tenía un movimiento tan suave que pocos niños de la época no la tendrían bailando en su mano, aunque fuera por poco tiempo; su dueño era Gabino Poza, dos años mayor que yo, pero
amigo y algo familiar.
MATRACAS Y CARRACAS
Por
Semana Santa.
Quién no se acuerda de aquel carracón de los hermanos Gallegos, bueno, Gallego era su apellido, para que no haya confusión lo aclaro; pues esta famosa gran carraca fue construida por ellos mismos. Otra, la de los hermanos Rodríguez, Froilán, Antonio y demás hermanos.
Y quién, niño en aquellos años, no recuerda la gran matraca de dos mazas de Antonio Gutiérrez. La mía, con lisa tabla de roble negro y mazo de piorno, que pasaba los oídos al ser manejada fuertemente. Y otras más que no recuerdo.
RESBALIZOS
Por
Navidad, los clásico resbalizos de hielo. En esto, que a mí no se me daba mal, había verdaderos artistas.
Lo hacíamos en madreñas, lo que resultaba más difícil.
Por este tiempo se helaba el
río Cea; donde sus
aguas no tuvieran demasiada corriente formaba una capa de hielo de varios centímetros de espesor.
Uno de estos lugares más favoritos resultaba ser la parte de arriba del
Puente Grande, donde se podía practicar en unos cien metros de longitud.
Esto resultaba peligroso cuando se pisaba en algún lugar donde el hielo no fuera lo suficientemente resistente, lo que alguna vez ocasionó más de un remojón en aquellas aguas
heladas que, al que tocara la mocha, tendría que, rápidamente, ir a casa a cambiarse de ropa, si no quería sufrir una congelación con pulmonía doble, que en aquellos tiempos en los que aún no había antibióticos, resultaba, las más de las veces, al que la contraía, una muerte segura.
Pero lo que más proporcionaron estas roturas de hielo fueron buenos sustos, a Dios gracias.
También en verano, en pendiente muy prolongadas de campera y por la época de la
trilla, con paja trillada muy menuda, hacíamos pista para resbalarnos. Luego, con una tabla, después de usada unos días se ponía totalmente lisa, lo cual resultaba algunas veces peligroso pues, si la pista era larga y el terreno muy inclinado, cogía una velocidad, que al final resultaba en varias vueltas cuesta abajo y algún susto morrocotudo.
Este
juego era el terror de las sufridas madres, que no daban abasto a coser traseras en los pantalones de sus hijos.
TRINEOS DE SALGUERA
Por el
otoño, en los prados que tenían buena pendiente.
Se hacía cuando éstos ya habían sido segados de otoño. Para improvisar este trineo o carroza, se cortaba una salguera que tuviera dos largas ramas en "Y" o base de corza, se la tejía bien con salguera pequeña, se la ponía a lo cimero del prado donde la inclinación fuera mayor y, luego, tirando unos por la parte delantera con un palo resistente que se ataba fuertemente a manera de
cruz, se bajaba a la mayor velocidad posible.
Encima bajarían los que no fueran necesarios para tirar; también esto tenía un final poco agradable, pues, si los que tiraban por la carroza lo hacían con pericia y a mala fe, al bajar a gran velocidad en línea recta, si cuando llegaban al final viraban de repente hacia uno de los lados, daban al traste con toda la carga y había que tener mucha pericia para no sufrir las consecuencias de la maniobra, más teniendo en cuenta que esta maniobra se hacía a muy poca distancia del río, lo que podía resultar, además, con baño.
Luego, entre todos, se volvía a subir arriba y vuelta a empezar, pero, eso sí, cambiando de jinetes en
caballos, pues esto era una corrida; aunque los había que sólo querían tirar, por lo del revolcón final; otros en cambio, les agradaba más bajar montados que tirando y así se pasaba la tarde y, a lo mejor, o a lo peor, llegaba uno a casa con unos buenos agujeros en la trasera, para que a su sufrida madre no la faltara qué hacer; aquí a lo que se iba era a guardar las
vacas, pero lo que se hacía era lo arriba expuesto. Este juego se hacía en los prados de Vayello.