Huele a hornera en Polvoredo a primeros de diciembre y si llegas en Navidad, cuando caminas por las calles, aunque las casas estén cerradas, de cada ventana salen olores añejos que conservas en el disco duro del cerebro de cuando eras niño y que vuelven a la memoria volátil y a la pantalla de plasma sin que te lo propongas. Las chapas de hierro de las cocinas económicas -aunque las casas tengan las ventanas ‘apersianadas’ y las puertas con tablones de protección- tienen encima cazuelas de “perigüela” con guisos que sólo las mujeres de Polvoredo saben hacer: carnes, asados, morcillas, chorizos, lomos en holla, guisaos de hígado todavía fresco; los hornos respiran manzanas –las que las beyuscas cambiaban por patatas- asadas al unto con un punto de azúcar donde antes estaba el rabo que se requema y sale hasta los corrales; otros van calentando la masa de las rosquillas que Quica hace como nadie; y si vas por la calle después de comer el pueblo, desde que entras por el puente hasta que llegas al Salido pasando por la bolera y el barrio de Llavís, es puro aroma. Como se te ocurra aceptar todas las invitaciones a café y copa, por parte del café te desvelas y por parte del orujo te amodorrras, pero el frío no te entra ni aunque vayas en mangas de camisa. Si, a pesar de todo, el orujo ha hecho mella, Corralines arriba, cuando llegas a la Cruz tienes la mente más despejada del mundo y las ideas claras y afiladas como cuchillos. El mejor olor de Polvoredo está allí, cuando asomas a Muñenes y Becenes, antes de llegar al río la Puerta. Es un olor que sabe a escoba y haya, a roble y pino, a brezo y aulaga. También a genciana y arándanos, y a té de la peña de Serralba.
Tño2 (primero).
Tño2 (primero).