Luz ahora: 0,14260 €/kWh

POZOS: Así era la antigua escuela...

Así era la antigua escuela

Me siento delante del ordenador y recuerdo con cariño esos primeros años en que sólo tenías claro jugar. Y en la escuela tu única preocupación era esperar a salir.

Lo normal era ir poco a la escuela. A los ocho años ya te sacaban para ayudar en las labores del campo. En un curso era normal faltar a clase un par de meses. La verdad es que gastabas pocos pizarrines. ¿Qué eran pizarrines? El papel era caro y los críos llevábamos en la cartera una pizarrica pequeña de piedra, enmarcada en madera. En ella escribíamos con el clarión que era una barrita de yeso blanco. Cuando querías borrar echabas el aliento y limpiabas con un trapico. Las pizarras se rompían mucho. Había unas que eran de hojalata pintada en negro. No se rompían, pero se escribía peor.

Las escuelas eran todas muy parecidas. Una sala grande, al fondo un estrado (tarima) para el maestro. Detrás, en la pared, una pizarra grande y un mapa de España que servía para sacarnos fotos cuando venía el retratista. Todas las paredes tenían un zócalo verde oscuro de metro y medio de altura; servía de pizarra cuando teníamos que escribir todos a la vez. Se utilizaba poco porque el “clarión” – tiza que se dice ahora – escaseaba. Nos apañábamos muchas veces con simples trozos de yeso.

Las mesas eran pupitres para dos chicos. Hablo de chicos, porque las chicas aprendían en otro edificio, aunque pegado al nuestro. El tablero estaba un poco inclinado hacia ti y arriba había una repisa con agujericos para colocar los tinteros. Escribíamos con tinta, malica, pero tinta. La hacía el maestro y de una botella iba echando en los tinteros que eran vasicos de cerámica que encajaban en los agujeros del pupitre. Se utilizaba para la caligrafía.

Entonces no se conocían los bolígrafos, estos vinieron más tarde. O se escribía con lápices o con las plumas, un palo con una boquilla en la punta, en la que se metía la plumilla o plumín. Cuando estrenabas una plumilla había que chuparla antes. Decíamos que era para que escribiéramos mejor. A mí no me gustaba la caligrafía porque tintaba demasiado y me caían borrones. Y cada borrón equivalía a un cachete del maestro. Además era muy aburrido eso de llenar “planas” con palotes, luego ganchos y después la muestra.

Hoy los maestros no pegan. Entonces sí, pero los cachetes no dolían. Peor era cuando el maestro empleaba la regla y te arreaba un reglazo en la palma de la mano, dolía un rato. Y para casos graves usaba la correa, por ejemplo, cuando hacías “picala” (pirola), y te ibas por allí a coger nidos. Entonces venía la correa. Cuando nos la veíamos venir, algunos nos untábamos las manos con ajo y así picaba menos, pero si lo olía el maestro, la sesión acababa en bofetones. En aquélla época se decía que “la letra con sangre entra”. Otras veces el castigo era ponerte de rodillas en un rincón y con los brazos en cruz.

Recuerdo con mucho cariño a Don José. Lo recuerdo muy bien; era de Segovia, pertenecía al grupo de maestros republicanos que la dictadura exilió a nuestros pueblos de montaña. Por escucharnos a nosotros hablar aragonés, empleaba de modo inconsciente muchas palabras de nuestra lengua: no decía tiza sino “clarión”, ni lápices de color sino “pintes”. Decía “pozal” en vez de cubo, “tochez” en lugar de palicos y así otras muchas palabras.

Lo mejor de la escuela era, por supuesto, el tiempo del recreo. Teníamos uno por la mañana y otro por la tarde. Salíamos al patio y a correr. Conocíamos muchos juegos de perseguirnos y saltar; las cuatro esquinas, el borrico falso, la mirabá, el marro, ladrones contra ministros… qué se yo. Las chicas, que tenían el patio separado del nuestro por una verja, saltaban a la comba o jugaban al descanso. Nuestros juegos eran más violentos, pero los encontrábamos mas divertidos.

Os reconozco, que era muy mal estudiante. Cuando hacíamos repaso, nos poníamos en “ringlera” (fila) y comenzaba a preguntar por el primero. Si no sabías la respuesta ibas al final de la cola, y recuerdo que siempre me decía el maestro: - ¡Bastiané!, usted como los cangrejos, ¡siempre andando pa tras!

Me hubiera gustado aprender más. Debo a la escuela el hábito de leer. Entonces no había televisión y el libro era un buen amigo que te esperaba siempre y te contaba cosas. Luego, al vivir en un pueblo, el contacto directo con la naturaleza te enseñaba mucho. Siempre he sido muy observador. Te enseñan las plantas, los animales, la observación de los fenómenos atmosféricos… Si se mira la naturaleza con cariño, la vida sencilla del lugar permitía – y permite- pensar, pensar mucho…Es la gran maestra de la vida.

Valentín