Érase una vez los reyes de un reino lejano, que tuvieron una hija. Mientras que la niña crecía muy hermosa, su madre, la reina, enfermó, hasta llegar a la muerte. El rey, que tanto había amado a su mujer, enloqueció. Dado el parecido físico entre la difunta reina y su hija, el rey quería casarse con su hija. Su hija fue pidiéndole cosas que sólo un rey podía conseguir: un vestido con pétalos, otro lleno de perlas, otro totalmente de oro. En caso de que el rey no consiguiese alguno de estos vestidos, la princesa no tendría que casarse con él, pero el rey consiguió todo. El único remedio que tenía la pobre princesa era escaparse del castillo. Su hada madrina le dio un asno que al rebuznar echaba oro. Cogió sus vestidos y el burro y marchó. Llegó a un reino vecino y se alojó en el castillo, pidiendo trabajo como criada. Estaba cubierta con la piel del asno, por la que la pusieron a fregar los platos. Todo el mundo, incluso los príncipes, la llamaban “piel de asno”. Pero un día, un príncipe vio como la princesa vestía un hermoso vestido que, sin duda alguna, no era ninguna piel de asno. Al poco tiempo, el príncipe enfermó. Simplemente era una gripe, pero como decía que había visto a la chica con un vestido le tomaron por loco. Al poco tiempo la descubrieron. La chica se puso uno de sus vestidos y fue a ver al príncipe. El chico se alegró muchísimo y se casaron en poco tiempo.