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PUENTE ALMUHEY: Hola, hola, 'pajarilla'...

Afuera está nevando. Dos buenos cerojos de roble y unos troncos de piorno arden en la lumbre. Con las tenazas, la abuela arrima las brasas al puchero, acuriosa los tizones, joruga en la ceniza. Llaman a la puerta.

Los niños están sentados en la trébede, encima de la hornilla. Miran continuamente el reloj de campana y les parece que las agujas van demasiado deprisa. A ellos les gustaría que fueran más despacio y que no llegara nunca la hora de acostarse.

El abuelo ha puesto en la plancha de hierro, alineadas junto al fuego, unas manzanas reinetas del huerto del Corriello, para que se asen.

Afuera se oye aullar el viento por las esquinas de las casas y los aleros de los tejados. Las torvas levantan la nieve en rápidos remolinos contra las ventanas y el corredor.

— ¡La que estará cayendo por esas colladas!

Vuelven a llamar a la puerta. La cocina se va llenando de gente.

Los niños le piden al abuelo que les cuente alguna historia de las de antes. El abuelo se las ha contado ya muchas veces y son siempre las mismas, pero ellos no se cansan nunca de oírlas.

—Os voy a contar lo que contaban que le pasó al tío Cayo un día que venía de Riaño. Estaba llegando ya a la ladera de Piedralagua por la vereda de Carande cuando se le oscureció. Iba montado en la yegua. Y al asomar a la valleja, según se baja para Treserrera, la yegua que da un respingo y se para. Tío Cayo, como si nada: ni levantó la cabeza, bien arrebujada como la llevaba en un tapabocas. En esto que oye algo, y escucha... Los conoció enseguida. Y así de pronto no se le ocurrió otra cosa que azuzar a la yegua vereda arriba. Conque están llegando ya a la collada, y la yegua que se para otra vez. Y unas sombras empiezan a verse cruzar por delante de la vereda, y luego por detrás entre los brezos. A tío Cayo le entró miedo, a quién no, y le pasó entonces lo que a todos en un caso así: que quiso gritar y no pudo, la voz se le ahogaba en la garganta. Todo fue en un abrir y cerrar de ojos: la yegua se acabó de asustar al barruntar el peligro y salió a galope tendido. A tío Cayo le pilló desprevenido y se cayó de la silla, pero fue valiente, porque se levantó a escape y echó a correr él también valleja abajo hasta un roble que había allí muy cerca. Ni él se explicaba, contaba, cómo fue capaz de hacer lo que hizo, agarrarse a un cañón y, viejo ya y todo que era y un poco torpe, enguilarse al roble. Los lobos cayeron sobre el tronco aullando de hambre cuando no había hecho más que poner los pies arriba, hociqueando como locos la corteza y arañándola con las uñas. Así pasaron las horas: los lobos partiendo de miedo la noche con los aullidos, tío Cayo abrazado al roble, con el cierzo entumeciéndole los brazos y temblando de que el frío le agarrotara las manos. Llegó la medianoche, y salió un rato la luna, y vinieron las horas de la madrugada, y los lobos que seguían allí esperando sin parar de dar vueltas y de escarbar furiosos la tierra y la corteza del roble. Tío Cayo notaba cómo estaba cayendo la helada, y ya apenas sentía las manos y los pies, como si no fueran los suyos. Y cuanto más frío, más miedo a quedarse allí aterido y caer como un fardo roble abajo. Así hasta que por fin llegó la hora de clarear y los lobos, que están amecidos con la luz, empezaron a recular. Y en estas, en el pueblo sin saber nada hasta que de mañana ven a la yegua que anda por la puerta de la casa toda espantada. Una partida de hombres salió entonces a buscarle, y allí lo encontraron todavía subido en el roble sin atreverse a bajar.

. Puertas y ventanas están bien cerradas, pero, por alguna rendija, se cuela el cuchillo helado de las torvas. Y hasta la cocina parece que entra ese olor antiguo de la nieve, que se mezcla con el otro más dulce de las manzanas reinetas puestas a asar junto a la lumbre.

Zumba el borboteo quejoso de un puchero. Se oyen afuera, otra vez, en el corral, pisadas de madreña. Son pisadas recias, que la nieve amortigua.

La madre se afana en la alacena, rebusca en el vasar, va y viene a la hornera.

Nevada, la del año veintinueve, que en tres días no se pudo salir de casa. La nieve llegaba hasta el corredor, y se borraron las calles, los paredones, los huertos, los caminos, todo. Hasta el río se tapó en algunos sitios, y tenía que discurrir por debajo de la nieve como por un túnel. Quince días pasaron hasta que pudieron los mozos bajar en caballos a por el correo, y por medicinas a la botica, y por harina también, para amasar, que ya el pan empezaba a escasear.

Los hombres sacan la petaca y el librito, y se ponen a liar un cigarro de cuarterón. Los niños, en la trébede, escuchan clisados. La ventisca trae a veces ráfagas de nieve contra los cristales.

Las mujeres cogen del cesto un vellón de lana de oveja ya cardada, separan un puñado cada una y lo colocan en la rueca, que aguantan apretada contra las rodillas, mientras con la punta de los dedos índice y pulgar de la mano izquierda van sacando sin parar unos pequeños copos de lana. Un leve movimiento de esos mismos dedos les basta para convertir los copos en alargadas y finas vedijas que desde la rueca van bajando en rápido girar hasta el huso. Allí los dedos de la mano derecha delicadamente las oprimen y retuercen hasta volverlas en los hilos que forman luego las madejas.

—Las ramas de la cerezal están abangadas de la nieve –dice alguien que ha abierto la contraventana.

El padre, con una lima, alisa los dientes de madera de chopo que está haciendo para un rastro. Luego baja del desván una ceranda que hay que recoser y una canastilla con andrinos que había puesto a madurar sobre una manta.

Se oyen los remotos ladridos del mastín de las ovejas. El silencio de la nieve le pone a los ladridos un eco de antigua llamada, de viejo peligro. La lumbre se estira chimenea adentro, pero enseguida las llamas se retuercen y se doblan para fuera como queriendo escapar de la hornilla: son las torvas que soplan a veces chimenea abajo formando remolinos de aguanieve y de ceniza.

Invierno hubo que estuvo siete días seguidos nevando sin parar. Y la cuarta noche, a eso de la primera madrugada, empezaron a tocar las campanas. Tocaban a muerto, y no callaron hasta que amaneció. Y a la noche siguiente lo mismo. Pero por más que el señor cura habló y preguntó a todos los vecinos, nadie del pueblo era el que las tocaba. Así que a la noche siguiente el señor cura y otra media docena de hombres se quedaron desde por la tarde dentro de la iglesia, unos en la puerta y otros en la subida del campanario. Y esta vez a la medianoche, volvieron a tocar las campanas a muerto. Los hombres que vigilaban subieron arriba al campanario, y al no ver a nadie y que las campanas tocaban solas, bajaron corriendo escaleras abajo a toda prisa y volvieron temblando de miedo para sus casas. Y lo mismo hizo el señor cura. Las siete noches que duró la nevada estuvieron tocando a muerto las campanas. Al octavo día dejó de nevar y bajaron entonces los mozos en barahones a Prioro y con ellos el señor cura, que por lo visto había pensado ir a León a explicarle al señor obispo lo que pasaba. De Prioro subieron el correo, y en el correo venía una carta para tía Engracia, y en ella le daban la noticia de que había muerto su hijo Niceto, que hacía un año estaba de soldado en África.

El gato sale de debajo del taburete, arquea el lomo, se despabila, husmea un ovillo de lana, se atusa los bigotes y vuelve a amagarse encima de la plancha al lado de la lumbre.

La abuela compone las rachas, amontona los tizones, aviva las brasas con el fuelle.

Hola, hola, 'pajarilla'
Gracias por toda la sabiduría que nos muestras ne las hitorias, m leyendas, frases, Escrituras, versos...
Sigue así, por favor, me encanta 'leerte'.
Besos y buena jornada.
Respuestas ya existentes para el anterior mensaje:
Cuidame a mi niña, y a la mama tambien dales muchos mimines y veras que pronto se ponen bien, un besazo guapos. Marimar