PUENTE ALMUHEY: POR ANTRUIDO TODO PASA (segunda parte)...

POR ANTRUIDO TODO PASA (segunda parte)

Muchas veces les había rondado por su cabeza aquella broma, y, muchas más habían hablado de ella y eran la ociosidad, la lluvia, la nieve y el invierno quienes traían a su mente aquella travesura. Pero los años pasaban y ellos iban creciendo sin realizarla. Estaban a punto de abandonar el pantalón corto para pasar al largo y aún quedaba en el recuerdo aquel viejo reto.
Cunino y Manolo eran amigos inseparables desde la más tierna infancia, antes incluso de entrar en la escuela, porque la casa del uno estaba pegada a la cuadra del otro y en el viejo portalón de esta última, por la entrada trasera, se habían reunido muchas tardes de lluvia y de frío para compartir confidencias, sueños, juegos de peonza, canicas y otros más.
Todo el tiempo libre que les dejaban sus deberes lo pasaban juntos, y en el pueblo eran conocidos y señalados por unos “buenos piezas” siendo conocidas sus múltiples travesuras e inquietudes. A veces, motivo de pequeños enfados y otras de risa, cuando sus investigaciones y ocurrencias iban más allá de la lógica normal.
Era el tiempo adecuado, invierno, y era el tiempo ideal, Carnaval.
Pensaban también que por ser Antruido, su broma sería más comprendida, y a la postre, perdonada y tomada como tal.
Cuando llegaban las lluvias de final de otoño y las primeras nieves a las que solían seguir las primeras heladas todo el pueblo rescataba las albarcas. (está su descripción en objetos para el recuerdo en este mismo foro) Aquel calzado de madera, olvidado el resto del año en algún oscuro y frío rincón de la cuadra. Llenas de polvo y de paja se limpiaban y hasta la primavera eran el “sobre-calzado” que protegía al habitual. Mucha gente se las ponía al salir de casa y ya no las dejaba hasta que volvía a entrar en ella. Allí, a la puerta de la casa quedaban las madreñas como fieles guardianes del hogar.
Las calles del pueblo en invierno y en tiempo de lluvia se llenaban de barro y moñigas por el trasiego de animales en su ir y venir a los trabajos del campo o, a beber agua al rio. Una vez al año que coincidía con Año Nuevo, se subastaba públicamente su limpieza y durante todo ese tiempo, la persona que más había pagado por ella era el encargado de limpiarla y recoger la suciedad que iba poniendo en pequeños montones arrimados a la pared hasta que creía conveniente su retirada para abonar los prados o tierras. Solían realizar esta tarea de manera especial antes de ciertas festividades y sobre todo procesiones.
Aquel año, el invierno había sido abundante en nieves y lluvias, con lo que el uso de las albarcas había sido mayor.
Muchas personas en el pueblo llevaban las madreñas hasta la puerta de la iglesia al ir a misa.
Tenía la iglesia del pueblo un gran pórtico de entrada repartido de forma irregular; siendo el de la derecha más pequeño que el de la izquierda. En dicho pórtico, el cura, por “Los Santos” repartía algunos regalos a los niños como castañas, un panecillo y algún dulce y… además, en dicho sitio se dejaban las albarcas: a la derecha, los hombres. A la izquierda, las mujeres.
Cada persona conocía perfectamente su par a pesar de ser iguales muchas de ellas y de las leves diferencias de dibujos que las adornaban. Esta igualdad de parecido hacia más fácil la confusión si había muchas juntas.
Después de haber corrido aquel viernes delante y detrás del “Cimarrón” y de haber recibido y haber dado algún rurriagazo se encontraron extenuados en el portalón de la cuadra descansando y hablando un rato. Y de nuevo la broma volvió a su pensamiento.
El ambiente era ideal, las calles embarradas, el frio llenando el espacio y ese último domingo, antes de la Cuaresma era muy concurrida la asistencia a la misa.
Así qué, ese día o nunca.
Hablaron del tema los dos amigos, largo y tendido, y algún otro que con ellos estaba, acompañante de “correrías” y vecino del “Juego de Bolos”.
Se fueron sin concretar nada, porque llevar a cabo aquella broma, que querían que fuese suya y de nadie más requería madurar un poco más los detalles.
Fue el sábado, víspera del día señalado cuando acordaron toda la estrategia.
A las diez de la mañana, las campanas anunciaron a todo el entorno la hora de la misa. Era el primer toque, al que seguiría un segundo media hora después.
Tocar las campanas era tarea de los monaguillos que debían subir a lo alto de la torre por un entramado de escaleras de troncos entrelazados que daban cierto miedo por la estrechez y el crujir de las maderas. Una vez en lo alto, se agarraba el badajo y se daban los toques necesarios y precisos. Toques, que eran distintos según el acto y de sobra conocidos por el pueblo.
Aquella mañana se escondieron detrás de la torre y esperaron a que el monaguillo bajase de la misma y el cura comenzase la misa.
Esperaron un rato para dar tiempo a los que llegaban tarde. Uno se apostó en el recodo exterior de la sacristía y el otro en la esquina de la iglesia con el cementerio camino de la era del tío Santos.
A la señal convenida y después de escuchar un rato los sonidos que llegaban del interior de la iglesia entraron en el porche, y allí, perfectamente alineadas y en orden estaban las albarcas, muchas madreñas, casi todas negras e iguales. A la derecha, las de los hombres, algo más grandes. A la izquierda, las de las mujeres. Todas allí, esperando ser calzadas de nuevo. Eran muchas más de las esperadas por lo que su primera reacción fue de sorpresa.
¿Tendrían tiempo de cambiarlas todas de sitio y de pie?
Se sabían la misa, de pe a pa, porque aunque ahora no eran monaguillos habituales, lo habían sido. Últimamente, solían acercarse a ayudar en días más señalados, como bodas, entierros y bautizos porque sabían que esos días había más propinas en el cestillo, y el cura era más dadivoso.
Tenían pensado comenzar con el cambio al finalizar el rezo del Padrenuestro, pero acordaron adelantarlo un poco por si no les daba tiempo.
Se movieron con sigilo y sin ruidos. Como tenues sombras en la frialdad y silencio del pórtico, acompañados por el murmullo del rezo que provenía del interior del templo y del suyo propio, porque ellos, también rezaban, para que no saliese nadie y les pillase en faena descubriéndose la broma.
Sabían que su acción, iba a tener un castigo porque tarde o temprano en el pueblo, todas las cosas se saben. Alguien se daría cuenta de que no habían estado en misa y sí a la salida y comenzarían a atar cabos, deducciones y consecuencias.
Así qué algún tirón de orejas, castigo o algo similar ya lo daban por hecho.
Acabaron de hacer el cambio poco antes de que el cura diese la bendición final y oyesen pronunciar el “ ite misa est”.
Salieron a la calle y se fueron a la derecha hacia la torre escondiéndose detrás del saliente de la sacristía. Sitio ideal para observar sin ser vistos y escuchar la confusión general.
Se abrió la puerta de la iglesia y la gente comenzó a salir. La costumbre era, que primero lo hacían los hombres y después los niños y mujeres. La sorpresa fue de órdago a la grande porque el atasco y la confusión de los primeros buscando sus madreñas impedía la salida de los demás. Aquello no había pasado nunca y no estaban preparados para aquel caos. Tuvo que intervenir Don Melecio, el cura, para poner orden y mandar entrar de nuevo a todos, ordenar salir primero a los que no habían traído albarcas y poco a poco a los demás. Pero el lío no era fácil de desliar y el cabreo y enfado de algunos tampoco
Por aquel día y muchos días más el comentario del pueblo no era otro
¡diablos de chiguitos!- Porque esto ha sido obra de ellos – Se decían
Mientras, Cunino y Manolo, espectadores de su broma sonreían y se justificaban interiormente con su “ por Antruido todo pasa” y esperaban. Esperaban lo que tarde o temprano llegaría. Que el pueblo supiese la autoría del hecho y con ello las consecuencias que ya habían dado por amortizadas.
(Esta broma, de vez en cuando, aunque en menor medida, fue repetida por generaciones posteriores)