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PUENTE ALMUHEY: El "pastor" que salvó al niño era mi padre....

EL NIÑO QUE MURIÓ DE FRÍO
Se llamaba Pedro Turienzo Fernández. Eran sus padres Emilio y Asunción, y había nacido en 1947 en el pueblecito de Villacorta (provincia de León).

El 22 de diciembre de 1956, después de comer, se fue a jugar con su primo Agustín Honrado, de doce años (que estaba pasando unos días en Villacorta), y con otro niño de Villacorta llamado Juan José Díez Rodríguez (de nueve años).

Era una hermosa tarde soleada, y los niños se entretenían cogiendo endrinos y espantando pájaros en el monte de Valduncil (que separa el pueblo de Villacorta del de Soto de Valderrueda). Desde allí se veía, bella e incitante, la cima de Peñacorada (1835 metros de altura), cubierta con el blanco manto de la nieve.

Los niños miraron admirados aquella imponente pirámide rocosa, levantada por la naturaleza. Llena de luz y de nieve, parecía estar cerca, muy cerca, casi al alcance de la mano. Además, parecía tan interesante y llena de aventuras... La gente decía que había allí guaridas de zorros y de lobos, y también cuevas profundas llena de tesoros "de en tiempo de los moros". Agustín explicó que cerca de Peñacorada estaba Cistierna, y que allí vivían sus tíos Antonio y Justina, que tenían "una escopeta estupenda". Y añadió: " ¿por qué no vamos andando a Peñacorada, y luego, si se hace tarde, bajamos a Cistierna?; está cerca, y si se hace de noche podemos dormir en casa de mis tíos.

! Terrible y trágica equivocación! Peñacorada quedaba mucho más lejos de lo que parecía a simple vista. Para llegar allí había que atravesar valles y barrancos, y muchos montes empinados, llenos de robles y de maleza. Y en diciembre anochece muy pronto y caen unas terribles heladas.

A Juan José le pareció que aquella aventura era demasiado peligrosa, y algo que desagradaría mucho a sus padres (Severino y María), por eso no aceptó la invitación, y acompañó solamente a Pedro y a Agustín hasta el lugar llamado Cueva del Raposo (en la vertiente norte del monte de Valduncil).

Agustín y Pedro iniciaron su "excursión" hacia las 3,30 de la tarde (22 de diciembre de 1956). El primero iba bastante bien abrigado, mientras que el segundo llevaba una ropa demasiado ligera para el duro tiempo invernal. Ambos portaban en la mano un palo a modo de rústico bastón.

Pasaron el río Cea por el puente de soto de Valderrueda, caminaron por la carretera y por la Vega de soto, subieron el Alto del Muerto (que separa las vertientes del Cea y del Tuéjar). Dieron vista al pueblo de Taranilla. Un vigilante de minas vio cómo se descalzaban para pasar el río Tuéjar. Luego comenzaron a subir (casi ya de noche) por los montes boscosos que se empinan hacia la ladera sureste de Peñacorada.

Apenas se veía ya cuando llegaron cerca de la mitad de la vertiente sur de Peñacorada, donde hay un pequeño grupo de encinas (o de robles enciniegos). Los dos niños, no sólo estaban a oscuras, sino que además tenían los pies mojados, sentían hambre y estaban agotados después de una larga y penosa caminata.

Se sienten invadidos por el desaliento y el pánico les tiene atenazados. ¿Qué será de ellos? ¿Qué pensarán sus padres? Oyen, lejanos, los lúgubres aullidos de los lobos hambrientos...! Y ellos están allí solos e indefensos!

Sienten que todos su cuerpo tirita de un frío que les penetra hasta los huesos. Agustín llevaba cerillas, y pensó encender una lumbre o fogata para calentarse. Pero la madera y la maleza que allí había estaban húmedas y llenas de hielo y, por eso mismo, arderían muy mal. Además, Pedrito había oído decir que no se debía hacer fuego cuando había lobos, pues éstos podrían acudir desde lejos en busca de algo que comer.

Al fin decidieron los dos subirse a una encina cercana, para que, si venían los lobos, no los pudieran comer. Pedrito se agarró a una gruesa rama, apoyando la espalda en el tronco y, como estaba tan cansado, poco a poco se fue quedando medio dormido. Pensaba nostálgicamente en su casa y en sus buenos padres, que tanto lo echarían de menos esa noche. Pensaba también en su hermana mayor Angelines, y en sus hermanitos Maximino y Tere.

Helaba intensamente (¿quince grados bajo cero?) y el frío húmedo iba paralizando lentamente la circulación de su sangre, sin que él -adormecido- se diera cuenta de que la muerte le rondaba muy de cerca.

Agustín no se dormía. Más fuerte y mejor abrigado que Pedro, pudo reaccionar a tiempo. Ya cerca del amanecer se bajó de la encina y dijo a Pedrito: "vamos ya" Pedrito respondió medio dormido: "ya voy". Pero no se movió de su sitio y se durmió profundamente. Entonces Agustín, casi helado, se fue medio arrastrándose a un montículo cercano, donde comenzó a dar voces pidiendo auxilio.

Al amanecer del 23 de diciembre de 1956, un pastor del cercano pueblo llamado Valle de las Casas, subía a ese mismo lugar de Peñacorada. Había puesto algunos "cepos" o trampas y quería ver si había caído en ellos alguna alimaña, y especialmente algún zorro.

Oyó el pastor las voces entrecortadas de un joven que pedía auxilio. Subió con dificultad -pues el suelo estaba muy helado y resbaladizo- al lugar donde estaba sentado Agustín. Cuando llegó el pastor (acompañado por su perro), encontró a Agustín medio inconsciente y con síntomas claros de estar casi congelado. Lo cubrió con su manta y lo llevó casi a rastras al corral de sus ovejas. Allí le cubrió con estiércol hasta el cuello, para que el calor le hiciera reaccionar. Reaccionó un poco, y el pastor aprovechó la ocasión para darle a beber leche. Luego, perdió otra vez el conocimiento. Poco después volvió otra vez a reaccionar. Entonces dijo -llorando- a su salvador que fueran rápidamente en ayuda de su primo Pedro, que todavía debía estar en la encina, y necesitaría auxilio urgente.

El citado pastor y otros vecinos de los pueblos de Robledo de la Guzpeña y del Valle de las Casas fueron al lugar indicado. Subió uno a la encina y comprobó, asustado, que Pedrito estaba totalmente congelado... y probablemente, muerto. Para bajarle a tierra tuvieron que cortar una rama a la que estaba fuertemente sujeto por el hielo.

Trataron de reanimar al niño, pero todo fue inútil. Lo único que se podía hacer era llevar el cadáver al poblado más próximo, llamado Robledo de la Guzpeña. Pedro había muerto. El frío intenso le había paralizado el corazón. Había pasado insensiblemente del sueño temporal al sueño eterno.

Entretanto, reinaban en Villacorta la inquietud y el desconcierto, pues nadie sabía dónde estaban Agustín y Pedro. Los informes dados por Juan José indicaban que habían ido a Peñacorada y, probablemente, a Cistierna. Pero, ¿habrían llegado tan lejos? ¿No se habrían quedado en Taranilla? O lo que es peor, ¿no habrían tenido alguna desgracia durante la noche?

! Noche trágica y fatídica la noche del 22 al 23 de diciembre! La mañana del día 23, Saturnino Rodríguez y Saturnino Bárcena (vecinos de Villacorta) fueron a la estación ferroviaria de Puente Almuhey y, desde allí, telefonearon a Cistierna (a la casa de los tíos de Agustín) por medio del teléfono del ferrocarril de La Robla (único teléfono utilizable en aquellos tiempos). El jefe de la estación de Valle de las Casas oyó la conversación y comunicó a Puente Almuhey que los niños habían sido encontrados en Peñacorada y que estaban actualmente en Robledo de la Guzpeña.

En Puente Almuhey alquilaron un automóvil (el coche de Ignacio Rueda) y fueron al Valle de las Casas. Desde este pueblo se dirigieron, andando, hacia Robledo. A medio camino, se encontraron con los que traían a Agustín, sobre un burro, al Valle de las Casas. Se hicieron cargo de él, lo abrigaron y le dieron de comer bien, y en el mismo coche alquilado le devolvieron a Villacorta, dejándole en casa de sus tíos Saturnino Rodríguez y Felipa Fernández. Recobrado, aunque sólo parcialmente, su padre le trasladó a León y, posteriormente, a su domicilio de la misma ciudad. Creo que actualmente trabaja en una sucursal del Banco de Bilbao en la capital leonesa.

El cadáver del infortunado Pedrito fue enterrado el día 24 en el cementerio de Robledo de la Guzpeña (pues los muchos gastos y dificultades no hacían aconsejable su traslado a Villacorta). En un humildísimo cementerio, al pie de la mole inmensa de Peñacorada, aguarda el cuerpo de Pedro Turienzo la resurrección final, mientras su alma cándida de niño disfruta de la presencia de Dios en el cielo.

Esta historia tan triste apareció resumidamente el 24 de diciembre de 1956 en muchos periódicos españoles. Causó honda y dolorosa tristeza en las nobles gentes de la montaña leonesa. Mi amigo Carlos Navarro escribió con esta ocasión una inspirada poesía que termina así:

"Era su sueño dulce, un sueño infantil,
su cuerpecito helado, sin calor vital,
sus ojos asustados, mirando al cielo añil,
donde su alma inocente había volado ya."

MARCOS FERNÁNDEZ DÍEZ MANZANEDO, O. P.

El "pastor" que salvó al niño era mi padre.
Mas o menos la historia sobre mi padre no es asi por lo que el me contó, pero da igual, decir que mi padre falleció el 13 de julio y nunca conoció al chico que salvó. Hubiera estado bien