El calecho, al igual que el filandón, otra de las costumbres populares de la montaña leonesa, también consistía en una reunión entre vecinos, pero aportando matices y elementos propios, que lo difieren claramente del segundo. El calecho podía organizarse durante cualquier día del año, es decir, no tenía límites estacionales, y tenía lugar en veladas que se celebraban siempre antes de retirarse la gente a cenar. Otra diferencia notable es que a él se solían incorporar todos los vecinos, a diferencia del filandón, que congregaba habitualmente a los mozos y a las mozas de cada pueblo. La intención, no obstante, era similar, pues durante esas reuniones se aprovechaba para contar multitud de historias, incluso cuentos y leyendas, o anécdotas referidas a cualquier asunto que tuviese relación con las vicisitudes diarias de cada pueblo. No faltaban los chismorreos más o menos venenosos, la evocación de las ausencias o el interés por cuestiones domésticas o de salud. El calecho tenía, si se quiere, un sentido más ligero y a la vez más picante, acaso porque la trascendencia de las conversaciones y el atrevimiento de los juegos, cobra siempre más relevancia en la densidad de la noche invernal. Pero al igual que el filandón, tupía y daba consistencia temporal y física a la trama de las relaciones sociales, convirtiéndose en una especie de rito informal pero estable, como si el contacto de las personas que viven en un medio hostil requiriese del escudo protector de sus palabras