Nicolás Llamas, Ángel Aguado, Gabriel Bardón, Fructuoso Bardón, Manuel Cuesta, Vicente Diez y José Álvarez no pueden dormir, están nerviosos y sobre las siete de la mañana se levantan nuestros protago- nistas. Recorren las cuadras con la débil luz de un farol de aceite para ver los ganados y echarles en los pesebres unas mañizas (manojos, feijes) de hierba seca mezclada con paja cortada.
Encienden el fuego en el llar con paja y ramas secas de roble y lo alimentan con varios troncos gruesos. Sus compañeras de fatigas les preparan el desayuno: dos huevos fritos, acompañados con unas lonchas de tocino frito y unas rebanadas de pan de centeno.
En los claros del cielo se divisan algunas estrellas perezosas. Las primeras nieves han caído en el pueblo. Los montes y sembrados están blancos y por las calles corren las povisas de una gélida torba.
Nuestros protagonistas se reúnen en el Bailadero. Todos visten pantalones de pana, pellizas de piel de carnero, pasamontañas de lana, polainas de piel de oveja envolviendo las piernas y calzan abarcas. Salen temprano y se encaminan hacia el Chano. Las bellotas de roble abundan en este monte y los pastores de cabras han visto el día anterior las enormes pisadas de un oso.
Dejan sueltos los perros, éstos pronto comienzan a seguir diversos rastros. Un zorro abandona veloz su madriguera.
Un disparo seco ¡Falla! El zorro huye entre los arbustos del sotobosque.
– ¡Deja la escopeta preparada! –le susurra Gabriel a su hermano Fructuoso Bardón, que ha disparado el arma.
Nuevos rastros, todos falsos. Un precioso gato montés se encarama a lo alto de un abedul. Los perros ladran y corren. Los cazadores los tranquilizan y les instigan a buscar las pistas del oso.
No encuentran rastros de la fiera. Desanimados, tristes y cabizbajos se vuelven ya al pueblo.
A unos pasos, de entre unos tupidos matorrales, les llega un fuerte ruido de arbustos rotos. Los perros salen raudos tras la fiera. La persiguen unos metros. La acosan. El oso mordido por un perro, se vuelve y les hace frente. Éstos huyen despavoridos.
Fructuoso Bardón, muy nervioso, le dispara ¡Falla de nuevo! Los demás cazadores, con nervios de acero, dejan al oso acercarse unos pasos. Apuntan y descargan el plomo de sus escopetas sobre el cuerpo del animal.
El oso herido se lanza tras los cazadores. Sus viejas escopetas, cargadas por el cañón, no les permiten hacer un segundo disparo. Éstos abandonan sus armas y se pierden entre la maleza.
José, Nicolás, Vicente y Gabriel se suben a un grueso roble con grandes ramas. Fructuoso resbala en la nieve helada, cae al suelo, se levanta rápido, gatea por el tronco... El oso llega y con su enorme boca sujeta a nuestro hombre por la abarca izquierda. Lo tiene fuertemente agarrado. Los dos forcejean. Fructuoso siente un dolor intenso y, atenazado por el miedo, se aferra con más fuerza a una gruesa rama. La abarca, sujeta con correas de cuero, comienza a ceder y con ella se lleva un trozo del dedo gordo en el que el oso había clavado uno de sus fuertes y poderosos colmillos.
¡Fructuoso deja escapar intensos gritos de dolor y desesperación! Un hilo de sangre fluye del muñón. Éste se encarama a una rama más segura.
Del pecho del oso brota la sangre a borbotones, después de unos esfuerzos inútiles intentando encaramarse al roble, el oso cae al suelo, se retuerce, ruge, muerde las ramas, se arrastra entre los arbustos. Los perros, lejos del suceso, tiemblan y ladran atemorizados. El oso respira entrecortamente y deja escapar unos dolorosos y terribles quejidos. Pasan unos interminables minutos ¡Silencio! Nuestros cazadores esperan ¡No se oye nada! Éstos descienden lentamente del árbol con el miedo en sus cuerpos y ayudan al cazador herido a bajar.
Gabriel, muy hábil para curar heridas, envuelve con un pañuelo limpio y ata con una correa lo que queda del dedo de Fructuoso. La sangre poco a poco deja de fluir del muñón.
José Álvarez descubre al oso muerto entre unas zarzas. Lo mueve con la cayada, pero éste no da señales de vida.
Todos vuelven rápidamente al pueblo y ayudan al compañero herido a caminar apoyado sobre sus hombros.
Fructuoso, gracias a los cuidados del médico de Riello, no perdió la vida, pero aprendió la lección: «los osos merecen un respeto».
El oso fue traído al pueblo en un carro arrastrado par la pareja de bueyes y expuesto a la admiración de grandes y pequeños. Los cazadores narraban orgullosos los detalles de su muerte. La piel se vendió a un cacharrero que pasó por el pueblo en esos días y con los reales se compró vino, pan de trigo y azúcar para invitar a las gentes del lugar.
Ángel García Fidalgo de Folloso me comentó el verano del año 2005 lo siguiente: –«tendría yo unos 12 ó 13 años y me hallaba pastoreando en el Cueto el rebaño de ovejas con Antón Martín, que había nacido el 7 de febrero del año 1865. Y este buen hombre le dijo a Ángel que él, cuando era niño, había visto el último oso en Rosales, que lo mataron en el Chano con una escopeta de las que se cargaban por el cañón y el que lo mató lo dejó seco en el sitio».
Fuente Jose y Santiago Otero Diez
Encienden el fuego en el llar con paja y ramas secas de roble y lo alimentan con varios troncos gruesos. Sus compañeras de fatigas les preparan el desayuno: dos huevos fritos, acompañados con unas lonchas de tocino frito y unas rebanadas de pan de centeno.
En los claros del cielo se divisan algunas estrellas perezosas. Las primeras nieves han caído en el pueblo. Los montes y sembrados están blancos y por las calles corren las povisas de una gélida torba.
Nuestros protagonistas se reúnen en el Bailadero. Todos visten pantalones de pana, pellizas de piel de carnero, pasamontañas de lana, polainas de piel de oveja envolviendo las piernas y calzan abarcas. Salen temprano y se encaminan hacia el Chano. Las bellotas de roble abundan en este monte y los pastores de cabras han visto el día anterior las enormes pisadas de un oso.
Dejan sueltos los perros, éstos pronto comienzan a seguir diversos rastros. Un zorro abandona veloz su madriguera.
Un disparo seco ¡Falla! El zorro huye entre los arbustos del sotobosque.
– ¡Deja la escopeta preparada! –le susurra Gabriel a su hermano Fructuoso Bardón, que ha disparado el arma.
Nuevos rastros, todos falsos. Un precioso gato montés se encarama a lo alto de un abedul. Los perros ladran y corren. Los cazadores los tranquilizan y les instigan a buscar las pistas del oso.
No encuentran rastros de la fiera. Desanimados, tristes y cabizbajos se vuelven ya al pueblo.
A unos pasos, de entre unos tupidos matorrales, les llega un fuerte ruido de arbustos rotos. Los perros salen raudos tras la fiera. La persiguen unos metros. La acosan. El oso mordido por un perro, se vuelve y les hace frente. Éstos huyen despavoridos.
Fructuoso Bardón, muy nervioso, le dispara ¡Falla de nuevo! Los demás cazadores, con nervios de acero, dejan al oso acercarse unos pasos. Apuntan y descargan el plomo de sus escopetas sobre el cuerpo del animal.
El oso herido se lanza tras los cazadores. Sus viejas escopetas, cargadas por el cañón, no les permiten hacer un segundo disparo. Éstos abandonan sus armas y se pierden entre la maleza.
José, Nicolás, Vicente y Gabriel se suben a un grueso roble con grandes ramas. Fructuoso resbala en la nieve helada, cae al suelo, se levanta rápido, gatea por el tronco... El oso llega y con su enorme boca sujeta a nuestro hombre por la abarca izquierda. Lo tiene fuertemente agarrado. Los dos forcejean. Fructuoso siente un dolor intenso y, atenazado por el miedo, se aferra con más fuerza a una gruesa rama. La abarca, sujeta con correas de cuero, comienza a ceder y con ella se lleva un trozo del dedo gordo en el que el oso había clavado uno de sus fuertes y poderosos colmillos.
¡Fructuoso deja escapar intensos gritos de dolor y desesperación! Un hilo de sangre fluye del muñón. Éste se encarama a una rama más segura.
Del pecho del oso brota la sangre a borbotones, después de unos esfuerzos inútiles intentando encaramarse al roble, el oso cae al suelo, se retuerce, ruge, muerde las ramas, se arrastra entre los arbustos. Los perros, lejos del suceso, tiemblan y ladran atemorizados. El oso respira entrecortamente y deja escapar unos dolorosos y terribles quejidos. Pasan unos interminables minutos ¡Silencio! Nuestros cazadores esperan ¡No se oye nada! Éstos descienden lentamente del árbol con el miedo en sus cuerpos y ayudan al cazador herido a bajar.
Gabriel, muy hábil para curar heridas, envuelve con un pañuelo limpio y ata con una correa lo que queda del dedo de Fructuoso. La sangre poco a poco deja de fluir del muñón.
José Álvarez descubre al oso muerto entre unas zarzas. Lo mueve con la cayada, pero éste no da señales de vida.
Todos vuelven rápidamente al pueblo y ayudan al compañero herido a caminar apoyado sobre sus hombros.
Fructuoso, gracias a los cuidados del médico de Riello, no perdió la vida, pero aprendió la lección: «los osos merecen un respeto».
El oso fue traído al pueblo en un carro arrastrado par la pareja de bueyes y expuesto a la admiración de grandes y pequeños. Los cazadores narraban orgullosos los detalles de su muerte. La piel se vendió a un cacharrero que pasó por el pueblo en esos días y con los reales se compró vino, pan de trigo y azúcar para invitar a las gentes del lugar.
Ángel García Fidalgo de Folloso me comentó el verano del año 2005 lo siguiente: –«tendría yo unos 12 ó 13 años y me hallaba pastoreando en el Cueto el rebaño de ovejas con Antón Martín, que había nacido el 7 de febrero del año 1865. Y este buen hombre le dijo a Ángel que él, cuando era niño, había visto el último oso en Rosales, que lo mataron en el Chano con una escopeta de las que se cargaban por el cañón y el que lo mató lo dejó seco en el sitio».
Fuente Jose y Santiago Otero Diez
... Qué pena... pobre oso... que muerte más absurda, espero que los tiempos hayan cambiado, confío en Dios que así sea... por el bien de todos.. de los "racionales" y los "irracionales", pero más específicamente, por éstos últimos que al parecer son mucho pero mucho más racionales que los otros.... Bonita historia... da como para pensar...
Saludos
Saludos