SANTA CRISTINA DE VALMADRIGAL: Verano. Los días son ya calientes y largos, muy largos....

Verano. Los días son ya calientes y largos, muy largos. Los pardales ya han sacado a sus crías a volar y el pio pio es tremendo, resuena por todas las calles y huertas y como todos necesitan llenar el papo pues los pequeñuelos y sus padres toman al asalto las cebadas próximas al caserío, fincas pequeñas que escaparon de la concentración, que dan buenas cosechas, pero que no pueden soportar el pillaje constante de los hambrientos pardales. Allá por San Antonio era costumbre para asustar los pájaros poner en esas fincas un espantapájaros, muñeco hecho con muchas ganas y poco oficio, y que solían consistir en un jersey relleno de hierba o paja, que atravesado verticalmente por un palo permitía en la parte superior confeccionar una bola a guisa de cabeza y sobre ella le colocaban un sombrero, veterano de mil soles, con la paja requemada y un poco destejida o rota, y a modo de brazos, un palo cruzado por el que pasaban las mangas de una camisa igualmente veterana en ocasiones más gloriosas y como los faldones quedaran colgando, en muchos casos ya no era necesario el ponerle al muñeco pantalones (nunca los vi con faldas) pues hubieran quedado tapados por la camisa. Otro elemento del que se acostumbraba a dotar al espantapájaros era algún plato o cazuela, siempre de porcelana, con el fin de que al ser movido por el viento pudiera hacer algún sonido al golpear contra algún punto duro, si es que lo había.
Con esto y quizá algo más, quedaba armado un elemento realmente espantoso que en los primeros momentos impedía, por miedo, a los pardales el acercarse a las espigas de cebada a comprobar si ya estaban en sazón, y era bonito ver como retomaban el vuelo cuando al intentar posarse, veían al muñeco, y ahora viene la explicación del porqué causaba ese espanto en los pardales, pues solo se trataba de unos trapos rellenos y cualquier persona de la modernidad no entenderá el por qué de ese espanto, y es que en aquellos tiempos los pardales no eran especie protegida, si no perseguida, (por eso había tantos) pues era el primer trofeo que conquistaba todo niño que de tal se preciara, pues significaba que ya disponías de un tirachinas (un arma realmente importante) y como la munición era abundante y batata pues los entrenamientos eran constantes. Cualquier pardal despistado que descansara en los cables de la luz era víctima propicia a una puntería afinada. Pero y el espantajo que ya tenemos colocado en la huerta, ¿es efectivo en su trabajo?
Pues depende, en los primeros momentos un poco sí, pero pasados unos días la efectividad descendía de manera importante hasta llegar un momento en que se convertía en pista de aterrizaje y despegue de las abundantes bandadas de predadores de los frutos tempranos y terminaban blancos por la constante presentación de respetuosos presentes, que con un encogimiento del cuerpo y entreabrir de las alas depositaban alegremente sobre él.
Pero cuando era ayudado por un niño con su tirachinas solamente algún pollo inexperto se arriesgaba a ramonear por la zona, pues era con toda seguridad pieza cobrada y seguidamente los viejos montaban una extensa y exquisita red de vigilancia y extendían una alarma que conseguía que el tirachinas se quedara inactivo durante el tiempo que fuere necesario y el aburrimiento alejara al cazador de la zona de riesgo. Podían pasar horas sin que un solo pardal se pusiera a tiro, ni aún los nuevos, tan efectiva era su red de alarma.
Alguna vez también terminaban como blanco para los entrenamientos. Y así llegaba el momento de la siega, la jubilación del espantapájaros, el cambio de comedor de las aves y de los reniegos del amo que veía como las espigas de cebada de seis carreras solo tenían tres y no completas con lo que la mengua de la cosecha esperada, tristemente se hacía real.