Por aquellos años en los que uno empezaba a guardar cosas en la memoria, ya lejanos, una de las fechas bonitas era el día de Todos los Santos.
Era un día en el que a la tarde se acercaban al pueblo visitantes que en un tiempo anterior fueron vecinos, pero que ahora vivían en otros pueblos o ciudades, y ese día se aprestaban a realizar una visita e sus antepasados que yacían en el cementerio. Venían algunos con ramos de flores, otros no llegaban a tanto y se conformaban con su sola presencia, pero en todos ellos era el deber de visitar a los muertos en su día, el adecentar un poco las tumbas, arrancar las hierbas, cavar un poco la tierra, y limpiar las cruces de hierro, aunque ya las había también de cemento o mármol, y luego, a la tarde, a la iglesia, donde se hacía el oficio de difuntos, la procesión hasta el cementerio, el responso y vuelta a la iglesia, y luego a la salida, los saludos entre los visitantes forasteros y los residentes en el pueblo, antiguos convecinos que se intercambiaban, preguntas sobre los ausentes, los abuelos padres o parientes en diferente grado, con la sorpresa de que alguno ya celebran, al siguiente, el día por él, pues era fallecido, y los encargos de darles recuerdos a otros de los que se acordaban mucho, un apretón de manos o un abrazo como despedida y un silente hasta otro año en que de nuevo nos veamos, pues tal era la convicción que todos tenían.
A casa venían unos antiguos vecinos todos los años, eran muy amables y se mostraban agradecidos por algo que nunca llegué a saber y eran muy bienvenidos y tampoco llegué a entender el porqué. Se quedaban un rato que a mí se me hacía eterno y quizá no fuera muy largo, pero la impaciencia tenía una explicación, y charlaban de cosas que yo no entendía, de gente que nunca conocí, ni sabía quiénes eran etc., después la despedida era muy parecida a la anteriormente descrita y adiós.
Ahora viene lo mejor de aquellos días, de aquellos momentos inolvidables: las castañas asadas. Era el día, el momento, de estrenar el majar maravilloso y abundante. Por la mañana se había puesto lumbre_ un cesto de paja en la hornilla de tierra_ y se había dejado consumir sin atizarla más de lo imprescindible para que hiciera una buena cernada, en la que se enterraban las castañas, con el pico cortado, dentro de una lata boca abajo y con un pequeño peso encima para que si alguna explotara no se levantara la lata y se esparramasen entre la ceniza, con lo que se abrían quemado, se apretaba bien sobre ella la ceniza y paja a medio quemar, con una pala muy ancha que era habitualmente utilizada para sacar la cernada y con esto había el suficiente calor para que se asaran a fuego lento durante algo así como dos o tres horas, conservando todo el aroma y el sabor exquisito que ahora tanto echamos en falta.
El momento mágico en que mi madre, entre algún cachete para que me apartara un poco de el medio, se agachaba, separaba la cernada de la lata con cuidado de no tocarla y cuando ya la tenía descubierta, con una escobilla hecha de plumas de la cola del gallo o pollos, que se habían matado durante el año _ no se desaprovechaba nada_ la barría para que quedara lo más limpia posible, metía en golpe seco, la pala de la cernada bajo la lata de las castañas, la levantaba, soplaba la poca ceniza que quedara enganchada para que la limpieza fuer total, y la volcaba boca arriba sobre la mesa de la cocina y brotaba aquel maravilloso aroma de castañas asadas entre la cernada, poco a poco, como suceden las cosas en la naturaleza, como se vivía antaño. La magia del momento aún perdura en mi mente como también perdura el calor de las primeras castañas que cogías a escondidas, pues te obligaban a esperar que se enfriaran un poco y no fuera un peligro de quemaduras en la piel tierna de las manos niñas ni de la boca ansiosa que se hacía agua esperando el momento.
Todos los Santos el uno y el siguiente, el día de los difuntos, los que en vida no fueron santos _los más_ también tenían su día. Era la puerta de entrada al invierno, los días cortos, lluviosos y fríos, días de escuela, catequesis por la noche y luego el rosario y en casa después de la cena, si había suerte, alguna historia con que aliviar un poco el tedio, si no, a la cama, oscura y fría, y mañana será otro día.
Ya ves Mariano, siempre ha sido igual, mañana será otro día.
Era un día en el que a la tarde se acercaban al pueblo visitantes que en un tiempo anterior fueron vecinos, pero que ahora vivían en otros pueblos o ciudades, y ese día se aprestaban a realizar una visita e sus antepasados que yacían en el cementerio. Venían algunos con ramos de flores, otros no llegaban a tanto y se conformaban con su sola presencia, pero en todos ellos era el deber de visitar a los muertos en su día, el adecentar un poco las tumbas, arrancar las hierbas, cavar un poco la tierra, y limpiar las cruces de hierro, aunque ya las había también de cemento o mármol, y luego, a la tarde, a la iglesia, donde se hacía el oficio de difuntos, la procesión hasta el cementerio, el responso y vuelta a la iglesia, y luego a la salida, los saludos entre los visitantes forasteros y los residentes en el pueblo, antiguos convecinos que se intercambiaban, preguntas sobre los ausentes, los abuelos padres o parientes en diferente grado, con la sorpresa de que alguno ya celebran, al siguiente, el día por él, pues era fallecido, y los encargos de darles recuerdos a otros de los que se acordaban mucho, un apretón de manos o un abrazo como despedida y un silente hasta otro año en que de nuevo nos veamos, pues tal era la convicción que todos tenían.
A casa venían unos antiguos vecinos todos los años, eran muy amables y se mostraban agradecidos por algo que nunca llegué a saber y eran muy bienvenidos y tampoco llegué a entender el porqué. Se quedaban un rato que a mí se me hacía eterno y quizá no fuera muy largo, pero la impaciencia tenía una explicación, y charlaban de cosas que yo no entendía, de gente que nunca conocí, ni sabía quiénes eran etc., después la despedida era muy parecida a la anteriormente descrita y adiós.
Ahora viene lo mejor de aquellos días, de aquellos momentos inolvidables: las castañas asadas. Era el día, el momento, de estrenar el majar maravilloso y abundante. Por la mañana se había puesto lumbre_ un cesto de paja en la hornilla de tierra_ y se había dejado consumir sin atizarla más de lo imprescindible para que hiciera una buena cernada, en la que se enterraban las castañas, con el pico cortado, dentro de una lata boca abajo y con un pequeño peso encima para que si alguna explotara no se levantara la lata y se esparramasen entre la ceniza, con lo que se abrían quemado, se apretaba bien sobre ella la ceniza y paja a medio quemar, con una pala muy ancha que era habitualmente utilizada para sacar la cernada y con esto había el suficiente calor para que se asaran a fuego lento durante algo así como dos o tres horas, conservando todo el aroma y el sabor exquisito que ahora tanto echamos en falta.
El momento mágico en que mi madre, entre algún cachete para que me apartara un poco de el medio, se agachaba, separaba la cernada de la lata con cuidado de no tocarla y cuando ya la tenía descubierta, con una escobilla hecha de plumas de la cola del gallo o pollos, que se habían matado durante el año _ no se desaprovechaba nada_ la barría para que quedara lo más limpia posible, metía en golpe seco, la pala de la cernada bajo la lata de las castañas, la levantaba, soplaba la poca ceniza que quedara enganchada para que la limpieza fuer total, y la volcaba boca arriba sobre la mesa de la cocina y brotaba aquel maravilloso aroma de castañas asadas entre la cernada, poco a poco, como suceden las cosas en la naturaleza, como se vivía antaño. La magia del momento aún perdura en mi mente como también perdura el calor de las primeras castañas que cogías a escondidas, pues te obligaban a esperar que se enfriaran un poco y no fuera un peligro de quemaduras en la piel tierna de las manos niñas ni de la boca ansiosa que se hacía agua esperando el momento.
Todos los Santos el uno y el siguiente, el día de los difuntos, los que en vida no fueron santos _los más_ también tenían su día. Era la puerta de entrada al invierno, los días cortos, lluviosos y fríos, días de escuela, catequesis por la noche y luego el rosario y en casa después de la cena, si había suerte, alguna historia con que aliviar un poco el tedio, si no, a la cama, oscura y fría, y mañana será otro día.
Ya ves Mariano, siempre ha sido igual, mañana será otro día.