Esta primera parte quiero dedicársela a Felicidad por hacerse visible y en especial a una "sombra" alta y seca, larga melena negra, toda espíritu, que un día perdió un paraguas y lo busca por todas partes sin darse cuenta que lo tiene en su mano. Para ellas y para ti lector, que espero puedas identificarte en alguno de los momentos que intento pintar.
Paseando: PASEANDO
Un día de verano, cuando el sol aflojaba un poco su fuego, antes del atardecer, y el hecho de pasear presagiaba buenos momentos, tuve la “mala suerte” de no encontrar compañía para hacerlo, de manera que pude hacer lo que me apetecía sin haber de consultar, y como casi siempre condescender y hacer lo que a los otros les apetece aunque a mí me reviente.
Tuve momentos felices, y momentos decepcionantes. Los últimos se correspondieron con la vista de los edificios abandonados: corrales, cubiertos, cairizos, majadas, casas en las que vivía gente estimada, ya ida, y cuya descendencia o bien ha emigrado o tiene otras prioridades, otras porque la descendencia se desentiende de lo que en su momento dio de comer a sus padres y abuelos, pobres labradores, criadores de ovejas, pastores etc., en fin, oficios despreciables con seguridad, (ellos hoy, son gente de ciudad, tienen títulos universitarios, oficios destacados, bien remunerados, son funcionarios, se han casado con mujeres bellas, o hermosos y musculosos hombres, y sus vástagos siguen sus exitosos caminos, visten prendas de ropa cara, compradas en tiendas más caras aún, pero con nombre, y lucen con orgullo un bicho en la pechera de sus camisas, cabalgan lustrosos vehículos con muchos caballos, y se muestran ricos y felices, morenos de playa o piscina, para mostrar que están en la ola del momento, algunos, al verlos, me ha parecido con si llevaran una antigua gorra de plato, son alguien y no precisamente rústicos luchadores por un trozo de paz y cielo azul y aire limpio y silencio) ver digo, aquellas paredes de tapia y adobe, desnudas, plantando una heroica resistencia a los elementos, y aquellos tejados hundidos, mostrando sus esqueletos al sol, las vigas quebradas, las ventanas desvencijadas, las puertas tan grandes como las del mismo campo, la hierba entrando hasta la cocina, y la miseria del abandono reinando sobre lo que solamente dos generaciones atrás fueran prósperos hogares.
El recuerdo de mañanas de invierno calentándome al sol junto a sus paredes, las historias que allí escuche, y las historias de sus habitantes, vidas como tantas, con sus miserias y sus grandezas, sus amores y sus odios, su generosidad, su avaricia, sus ilusiones y sus desengaños. Aquellas mujeres vestidas casi siempre de negro, faldas largas, de colores pardos, herencia de los negros quemados por el sol, sus chaquetitas de lana del mismo color, el pañolón siempre en la cabeza o al cuello, de ojos chispeantes, a veces vivos, acostumbrados a mirar deprisa, a veces tristes, cansados de lo que veían, tristes de soledad, o nublados por el miedo, de bocas huérfanas de dientes y caras arrugadas, las manos calludas, acostumbradas al trabajo, al agua fría para lavar las gasas de sus nietos en pleno invierno o las ropas propias o de sus hombres, al humo de la paja que quema en el hogar, a los pucheros calientes que queman al apartarlos del la lumbre, pero capaces de acariciar y llevar el cielo en cada caricia, mujeres duras, cariñosas, que dejaron su juventud en la cuna de sus hijos y se olvidaron de volver por ella, mujeres de otro tiempo, (o quizá no) mujeres capaces de sacar adelante la casa con lo que hubiera, casi siempre poco, de convertir estas paredes, hoy retazos de tapia, tierra y piedras, trozos de adobe y barro con restos de cal, en un cálido hogar donde habitaba la felicidad relativa, al que llegaban niños y salían hombres y mujeres y así generaciones y generaciones.
Paseando: PASEANDO
Un día de verano, cuando el sol aflojaba un poco su fuego, antes del atardecer, y el hecho de pasear presagiaba buenos momentos, tuve la “mala suerte” de no encontrar compañía para hacerlo, de manera que pude hacer lo que me apetecía sin haber de consultar, y como casi siempre condescender y hacer lo que a los otros les apetece aunque a mí me reviente.
Tuve momentos felices, y momentos decepcionantes. Los últimos se correspondieron con la vista de los edificios abandonados: corrales, cubiertos, cairizos, majadas, casas en las que vivía gente estimada, ya ida, y cuya descendencia o bien ha emigrado o tiene otras prioridades, otras porque la descendencia se desentiende de lo que en su momento dio de comer a sus padres y abuelos, pobres labradores, criadores de ovejas, pastores etc., en fin, oficios despreciables con seguridad, (ellos hoy, son gente de ciudad, tienen títulos universitarios, oficios destacados, bien remunerados, son funcionarios, se han casado con mujeres bellas, o hermosos y musculosos hombres, y sus vástagos siguen sus exitosos caminos, visten prendas de ropa cara, compradas en tiendas más caras aún, pero con nombre, y lucen con orgullo un bicho en la pechera de sus camisas, cabalgan lustrosos vehículos con muchos caballos, y se muestran ricos y felices, morenos de playa o piscina, para mostrar que están en la ola del momento, algunos, al verlos, me ha parecido con si llevaran una antigua gorra de plato, son alguien y no precisamente rústicos luchadores por un trozo de paz y cielo azul y aire limpio y silencio) ver digo, aquellas paredes de tapia y adobe, desnudas, plantando una heroica resistencia a los elementos, y aquellos tejados hundidos, mostrando sus esqueletos al sol, las vigas quebradas, las ventanas desvencijadas, las puertas tan grandes como las del mismo campo, la hierba entrando hasta la cocina, y la miseria del abandono reinando sobre lo que solamente dos generaciones atrás fueran prósperos hogares.
El recuerdo de mañanas de invierno calentándome al sol junto a sus paredes, las historias que allí escuche, y las historias de sus habitantes, vidas como tantas, con sus miserias y sus grandezas, sus amores y sus odios, su generosidad, su avaricia, sus ilusiones y sus desengaños. Aquellas mujeres vestidas casi siempre de negro, faldas largas, de colores pardos, herencia de los negros quemados por el sol, sus chaquetitas de lana del mismo color, el pañolón siempre en la cabeza o al cuello, de ojos chispeantes, a veces vivos, acostumbrados a mirar deprisa, a veces tristes, cansados de lo que veían, tristes de soledad, o nublados por el miedo, de bocas huérfanas de dientes y caras arrugadas, las manos calludas, acostumbradas al trabajo, al agua fría para lavar las gasas de sus nietos en pleno invierno o las ropas propias o de sus hombres, al humo de la paja que quema en el hogar, a los pucheros calientes que queman al apartarlos del la lumbre, pero capaces de acariciar y llevar el cielo en cada caricia, mujeres duras, cariñosas, que dejaron su juventud en la cuna de sus hijos y se olvidaron de volver por ella, mujeres de otro tiempo, (o quizá no) mujeres capaces de sacar adelante la casa con lo que hubiera, casi siempre poco, de convertir estas paredes, hoy retazos de tapia, tierra y piedras, trozos de adobe y barro con restos de cal, en un cálido hogar donde habitaba la felicidad relativa, al que llegaban niños y salían hombres y mujeres y así generaciones y generaciones.