No lo hallé.
Pasé por la ermita, la ermita del Cristo, la que da nombre al barrio, remozada, puertas nuevas, forrada de ladrillo, tejado nuevo, bonita, desvirtuada, capada. Allí donde estuvo el ábside, un hermoso parterre de flores con rosas rojas (como la sangre que brotaba de las heridas del crucificado que dormía en su hornacina, en ese mismo sitio, años atrás) de larguísimos tallos, formando el centro de una pequeña plaza bien cuidada, pero ha desparecido el callejón de los misterios, y allá, al otro lado, la casa del tío Mateo, el que fuera uno de los grandes ebanistas de la comarca, (la balaustrada y la escalera del coro de la iglesia, escuche muchos años atrás que era obra suya) que tenía barandillas de madera trabajada en todas las ventanas, y puertas con gusto, todo pintado de rojo, que decían de su saber en el oficio, comprobé con tristeza que se han convertido en un solar en el que aparcan herrumbrosos hierros de la labranza. Triste final.
Tuve la sensación que en la plaza había vida, callada, pero vida.
Después, pasadas las últimas casas, en el campo ya, me paré un momento a saludar a los viejos amigos y parientes, que ya sin prisa, descansan a la sombra de una losa de mármol. De nuevo, descasad en paz, y esperadme, esperadme, que no tardaré. Al otro lado, las huertas, antaño feraces y cuidadas, donde íbamos a robar peras, siempre duras, como de madera, jamás las cogimos maduras, y el camino, el camino polvoriento como siempre pero sin el olor de ganado, sin aquellas marcas que hacían los rebaños al pasar, que iban apartando las piedras de manera que parecían pequeños redondeles donde siempre pisaban las ovejas en tierra limpia de piedrecillas, y luego el valle, estrecho y reseco, lleno de escombros en el sitio fresco donde antaño pescábamos ranas o pequeños pececillos, donde hubo una vez una copia del Olmo que cantara don Antonio Machado, (el chopo de Quinidio, hendido por el rayo, enorme, casi seco, con unas poquitas ramas raquíticas a media altura, y lleno de hormigas) donde tantas horas pasamos al cuidado del ganado mientras pastaba en los días altos de la primavera, en las tardes de domingo, después del rosario, o rosario y procesión, allí estaba cerca y se podía aprovechar mejor el tiempo.
¡Cuantos juegos, cuantos sueños, sobre la hierba alta y olorosa, en aquellos linderones al amparo del viento!
Por el cauce corre agua, mucha agua y se llevó el Zapardiel, la antigua “piscina” donde íbamos a bañarnos de críos, donde Juanito nos enseñaba a nadar y donde anidaban pollas de agua que te daban unos sustos de narices al levantar el vuelo con aquel ruido tremendo de alas; las vigilábamos para verlas como eran, como criaban etc. pero lo único que conseguíamos eran los sustos, con sus arrancadas bruscas y ruidosas.
Media vuelta: La tarde cae ya con sombras desde las bodegas de Gallegos, y aunque el olor del valle mezcla de agua, calor y yerba, asciende con fuerza y recuerda muchas cosas, siento que las bodegas también me llaman.
Subiendo por el camino de Gallegos me pierdo en pensamientos abstractos de otro tiempo. Allá a la derecha, los palomares; quietas, buscando el sol, las palomas forman una orla sobre los tejados; los pichones arrullan, revolotean marcando territorio. Curiosas construcciones cuadradas con una puerta diminuta y muchos agujeros en las paredes con una tabla debajo para facilitar la entrada de las aves al interior y un tejado de dos alturas entre las cuales también hay muchísimos agujeros con la misma finalidad.
Pasé por la ermita, la ermita del Cristo, la que da nombre al barrio, remozada, puertas nuevas, forrada de ladrillo, tejado nuevo, bonita, desvirtuada, capada. Allí donde estuvo el ábside, un hermoso parterre de flores con rosas rojas (como la sangre que brotaba de las heridas del crucificado que dormía en su hornacina, en ese mismo sitio, años atrás) de larguísimos tallos, formando el centro de una pequeña plaza bien cuidada, pero ha desparecido el callejón de los misterios, y allá, al otro lado, la casa del tío Mateo, el que fuera uno de los grandes ebanistas de la comarca, (la balaustrada y la escalera del coro de la iglesia, escuche muchos años atrás que era obra suya) que tenía barandillas de madera trabajada en todas las ventanas, y puertas con gusto, todo pintado de rojo, que decían de su saber en el oficio, comprobé con tristeza que se han convertido en un solar en el que aparcan herrumbrosos hierros de la labranza. Triste final.
Tuve la sensación que en la plaza había vida, callada, pero vida.
Después, pasadas las últimas casas, en el campo ya, me paré un momento a saludar a los viejos amigos y parientes, que ya sin prisa, descansan a la sombra de una losa de mármol. De nuevo, descasad en paz, y esperadme, esperadme, que no tardaré. Al otro lado, las huertas, antaño feraces y cuidadas, donde íbamos a robar peras, siempre duras, como de madera, jamás las cogimos maduras, y el camino, el camino polvoriento como siempre pero sin el olor de ganado, sin aquellas marcas que hacían los rebaños al pasar, que iban apartando las piedras de manera que parecían pequeños redondeles donde siempre pisaban las ovejas en tierra limpia de piedrecillas, y luego el valle, estrecho y reseco, lleno de escombros en el sitio fresco donde antaño pescábamos ranas o pequeños pececillos, donde hubo una vez una copia del Olmo que cantara don Antonio Machado, (el chopo de Quinidio, hendido por el rayo, enorme, casi seco, con unas poquitas ramas raquíticas a media altura, y lleno de hormigas) donde tantas horas pasamos al cuidado del ganado mientras pastaba en los días altos de la primavera, en las tardes de domingo, después del rosario, o rosario y procesión, allí estaba cerca y se podía aprovechar mejor el tiempo.
¡Cuantos juegos, cuantos sueños, sobre la hierba alta y olorosa, en aquellos linderones al amparo del viento!
Por el cauce corre agua, mucha agua y se llevó el Zapardiel, la antigua “piscina” donde íbamos a bañarnos de críos, donde Juanito nos enseñaba a nadar y donde anidaban pollas de agua que te daban unos sustos de narices al levantar el vuelo con aquel ruido tremendo de alas; las vigilábamos para verlas como eran, como criaban etc. pero lo único que conseguíamos eran los sustos, con sus arrancadas bruscas y ruidosas.
Media vuelta: La tarde cae ya con sombras desde las bodegas de Gallegos, y aunque el olor del valle mezcla de agua, calor y yerba, asciende con fuerza y recuerda muchas cosas, siento que las bodegas también me llaman.
Subiendo por el camino de Gallegos me pierdo en pensamientos abstractos de otro tiempo. Allá a la derecha, los palomares; quietas, buscando el sol, las palomas forman una orla sobre los tejados; los pichones arrullan, revolotean marcando territorio. Curiosas construcciones cuadradas con una puerta diminuta y muchos agujeros en las paredes con una tabla debajo para facilitar la entrada de las aves al interior y un tejado de dos alturas entre las cuales también hay muchísimos agujeros con la misma finalidad.