Sentado a la puerta del tiempo, desde el lado izquierdo, por donde pasan los sueños rotos, veo pasar dirección contraria, las ilusiones fallidas, y por el centro de la inmensa calzada pasan, casi invisibles, amores, alegrías y tantas cosas buenas que nos regala la vida.
Yo, a veces, miro en silencio pasar la vida.
El invierno llegó tarde, pero llegó.
Y la vida se durmió, como siempre.
El campo se vistió de gris y los pájaros enmudecieron en los días cortos.
Y nos visitó la nieve.
Y prendimos el fuego, y soñamos como siempre ante el juego de las llamas.
Y temblamos con sus luces y sus sombras y el crepitar de los troncos en el hogar.
Y agradecimos su calor y…
Pero un día descubrimos puntos amarillos por los rincones soleados.
Pero no pasó nada.
Y otro día, cuando en la mañana irradiaba el sol brillante, descubrimos que el aire era más ligero…
Y vimos el campo verde y florido, coloreado.
Y las ramas de los chopos pasaron del gris al glauco, y se vistieron de hojas, y en las tardes cantaban los ruiseñores, y al amanecer; y también cantaban los verderillos y los pardales y las corujas, y se escuchaba un rítmico y lejano pus pus, y sin darnos cuenta nos llegaron los primeros trinos de las golondrinas, y decidimos que todo eso debía de ser que ya era primavera, pues las flores cubrían todos los árboles y los almendros habían perdido su capa de armiño.
Y otro día, mientras me embebía el verde de la mañana, una escuadrilla de vencejos en formación de combate, me asustó al pasar rozando mi sombrero, lanzando chillidos estridentes, y al instante ascendieron en una curva cerrada y perfecta, y como pétalos de flor que esparce el viento, se desparramaron por el azul del limpio e inmenso cielo, volviendo a sus cazas o a sus juegos.
Y así, bebiéndome el aire perfumado me fueron pasando los días, raudos y silenciosos, tranquilos los más, encrespados muchos, algún momento feliz y despreocupados ninguno, que la vida está siempre preñada de trampas y suele parir desasosiegos.
Un día descubrí que los verdes del campo ya no eran tan intensos, y que los alestines de las espigas de cebada lo habían perdido, al tiempo que inclinaban su cabeza, no sé, si por el peso del grano que llevaban o por respeto a los calores que del cielo caían.
En aquellos días largos, hubo tiempo para pensar y para ver, y para comprender que el agua que pasa ya no lo vuelve a hacer.
Y pasaron también los días largos. Truenos, relámpagos, y los plumeros blancos, que mecidos por el viento, parecen despedir al verano.
Y se fue, lento, lento, caliente y dorado, y el otoño casi no apareció, pero los días se hicieron tan cortos que volvimos a sentir el frio y la soledad. Y otra vez pensamos en volver en busca de las paredes soleadas, que abrigadas del norte, convidaban a la confidencia con los amigos, a las grandes parrafadas, al desgranar lento y querido de los recuerdos, de juventud o niñez, o ya heredados y muy contados, pero siempre repetidos en el fondo, aunque no en la forma, pues suelen cambiar pequeños detalles que hacen nuevas las viejas historias de un tiempo que ya pasó, y de unas gentes que hace ya tanto que nos dejaron, pero que en el entorno de las paredes soleadas reviven una y otra vez en la memoria de la gente que les quisimos. Y nuevamente nos sentimos queridos y acogidos en el seno de los nuestros, y al calor del fuego del hogar, disfrutamos con los juegos de las llamas en las paredes calladas de la estancia familiar, y en estas noches de calma y frío, revivimos los momentos importantes de un año, que como todos, fue bueno para algunos, malo para otros e indiferente para los más.
Ya ves, María, que de nuevo los días cortos están con nosotros, y nos traen como siempre, una invitación a revivir lo pasado, a meditar en el fondo de nosotros, aunque a veces sin darnos cuenta, inconscientemente, pero lo hacemos.
El cuerpo se me está anquilosando un poco, debe ser la postura tomada, así que me cambiaré de lado. Ahora y durante un tiempo, me sentaré en el lado derecho de la puerta del tiempo, aquel por el que pasan las ilusiones fallidas, y quizá tenga la oportunidad de dar realce a las pequeñas cosas que nos pasan desapercibidas, siendo, como son, importantísimas en nuestras vidas.
¡Ay, eso de sentarse a la puerta, con estos fríos…!
Yo, a veces, miro en silencio pasar la vida.
El invierno llegó tarde, pero llegó.
Y la vida se durmió, como siempre.
El campo se vistió de gris y los pájaros enmudecieron en los días cortos.
Y nos visitó la nieve.
Y prendimos el fuego, y soñamos como siempre ante el juego de las llamas.
Y temblamos con sus luces y sus sombras y el crepitar de los troncos en el hogar.
Y agradecimos su calor y…
Pero un día descubrimos puntos amarillos por los rincones soleados.
Pero no pasó nada.
Y otro día, cuando en la mañana irradiaba el sol brillante, descubrimos que el aire era más ligero…
Y vimos el campo verde y florido, coloreado.
Y las ramas de los chopos pasaron del gris al glauco, y se vistieron de hojas, y en las tardes cantaban los ruiseñores, y al amanecer; y también cantaban los verderillos y los pardales y las corujas, y se escuchaba un rítmico y lejano pus pus, y sin darnos cuenta nos llegaron los primeros trinos de las golondrinas, y decidimos que todo eso debía de ser que ya era primavera, pues las flores cubrían todos los árboles y los almendros habían perdido su capa de armiño.
Y otro día, mientras me embebía el verde de la mañana, una escuadrilla de vencejos en formación de combate, me asustó al pasar rozando mi sombrero, lanzando chillidos estridentes, y al instante ascendieron en una curva cerrada y perfecta, y como pétalos de flor que esparce el viento, se desparramaron por el azul del limpio e inmenso cielo, volviendo a sus cazas o a sus juegos.
Y así, bebiéndome el aire perfumado me fueron pasando los días, raudos y silenciosos, tranquilos los más, encrespados muchos, algún momento feliz y despreocupados ninguno, que la vida está siempre preñada de trampas y suele parir desasosiegos.
Un día descubrí que los verdes del campo ya no eran tan intensos, y que los alestines de las espigas de cebada lo habían perdido, al tiempo que inclinaban su cabeza, no sé, si por el peso del grano que llevaban o por respeto a los calores que del cielo caían.
En aquellos días largos, hubo tiempo para pensar y para ver, y para comprender que el agua que pasa ya no lo vuelve a hacer.
Y pasaron también los días largos. Truenos, relámpagos, y los plumeros blancos, que mecidos por el viento, parecen despedir al verano.
Y se fue, lento, lento, caliente y dorado, y el otoño casi no apareció, pero los días se hicieron tan cortos que volvimos a sentir el frio y la soledad. Y otra vez pensamos en volver en busca de las paredes soleadas, que abrigadas del norte, convidaban a la confidencia con los amigos, a las grandes parrafadas, al desgranar lento y querido de los recuerdos, de juventud o niñez, o ya heredados y muy contados, pero siempre repetidos en el fondo, aunque no en la forma, pues suelen cambiar pequeños detalles que hacen nuevas las viejas historias de un tiempo que ya pasó, y de unas gentes que hace ya tanto que nos dejaron, pero que en el entorno de las paredes soleadas reviven una y otra vez en la memoria de la gente que les quisimos. Y nuevamente nos sentimos queridos y acogidos en el seno de los nuestros, y al calor del fuego del hogar, disfrutamos con los juegos de las llamas en las paredes calladas de la estancia familiar, y en estas noches de calma y frío, revivimos los momentos importantes de un año, que como todos, fue bueno para algunos, malo para otros e indiferente para los más.
Ya ves, María, que de nuevo los días cortos están con nosotros, y nos traen como siempre, una invitación a revivir lo pasado, a meditar en el fondo de nosotros, aunque a veces sin darnos cuenta, inconscientemente, pero lo hacemos.
El cuerpo se me está anquilosando un poco, debe ser la postura tomada, así que me cambiaré de lado. Ahora y durante un tiempo, me sentaré en el lado derecho de la puerta del tiempo, aquel por el que pasan las ilusiones fallidas, y quizá tenga la oportunidad de dar realce a las pequeñas cosas que nos pasan desapercibidas, siendo, como son, importantísimas en nuestras vidas.
¡Ay, eso de sentarse a la puerta, con estos fríos…!