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SANTA CRISTINA DE VALMADRIGAL: LA BOINA...

LA BOINA

Recuerdo una tarde de primavera, quizá con el aliento del verano ya cercano, pues hacía una temperatura cálida.
De esto, ¿cuántos años? ¿cincuenta, sesenta, no sé, pero muchos?
Allá mediada la tarde, la atmósfera se fue cargando; una tormenta incipiente se formaba sobre la vertical de nuestro pueblo, y poco a poco, trueno a trueno iba creciendo pero no era nada del otro mundo, una tormenta más.
Los trabajos en el campo continuaron aunque de vez en cuando, algún trueno nos hacía alzar los ojos al cielo.
Fue al final de la tarde cuando se desarrolló de forma temible: no sé cuánto tiempo pasó entre la última mirada curiosa y la primera de preocupación pero no debió ser mucho; en esos momentos se estaba desarrollando a gran velocidad una mancha negra, alta y espesa que traía consigo la oscuridad de una noche ya bien entrada.
La luz parecía iluminar solamente unos cuantos metros de altura, como si saliera del suelo y fuera a luchar contra la oscuridad tenebrosa que de la nube descendía. Había una luz irreal y dantesca.
De pronto, un rayo rasgaba la nube iluminando el negro de la nube y la tierra como si fura el medio día, y el trueno que le seguía, seco y horrísono, hacía temblar el suelo y ese temblor parecía extenderse por todo el cuerpo.
Los animales de labor estaban asustados de manera tal que no obedecían órdenes, simplemente se quedaban inmóviles, tensos, encogidos; hubo gente mayor, con experiencia en casos como el presente, que desenganchó los animales del tiro y de la manera que pudo los separó entre ellos amarándolos de alguna manera para que no escaparan y ellos, los hombres, se envolvieron con algo de ropa o mantas de trabajo y se fueron a esconder en el lugar más hondo que encontraron para esperar que pasara la tormenta, lejos no ya de árboles si no de cualquier matojo, y abroncando al perro para que no se les acercara en busca de compañía. Después supe que tormentas tan brutales como la presente, aunque escasas, habían dejado malos recuerdos en la gente del campo. Había habido muertos por rayos, hombres y animales, de ahí el tenerlos separados y lejos.
Yo recuerdo correr con la bicicleta por los senderos del camino de la Casilla, estrechos y polvorientos, entre atemorizado y dichoso disfrutando de aquel momento, de aquella luz que pocas veces más he podido ver, del silencio espeso que dominaba el ambiente, pues ni tan solo se oía el rodar de la bicicleta sobre la tierra, mientras la oscuridad aumentaba más y más.
Al entrar al pueblo, desierto naturalmente, las puertas de las casas estaban cerradas, pero no las ventanas a través de cuyos vidrios se podía ver en casi todas la luz de una vela iluminando la estancia.
Solo la inconsciencia de los pocos años impedía ver la tragedia del momento. La tormenta que cubría la comarca era una pura amenaza para la subsistencia de la comunidad, no solamente de alguna persona con la mala suerte de ser cogida de un rayo y muerta, de todo y todos; si los truenos hacían temblar la tierra y los relámpagos saltaba de la nube a tierra haciendo de la noche pleno día el temor a un pedrisco que terminara con todas las cosechas en unos minutos tenia pleno fundamento.
Al entrar en casa mi madre rezaba ante las velas encendidas sobre la mesa, y a mis preguntas de por qué tantas velas encendidas si con una sola era suficiente para iluminar la estancia, me explicó que eran velas bendecidas, no recuerdo si por la candelera o el Jueves Santo, especiales para esos menesteres de hacer frente a las tormentas.
No sé si fueron las velas, o los rezos, o las súplicas, o qué, pero al cabo de un tiempo no excesivamente largo, una ligera brisa se dejó notar mientras atravesaba las calles del pueblo, de la fuente a la iglesia, y con ella se llevaba aquella atmósfera cargada de malos presagios, y aunque no llegó a verse el sol, sí que hubo luz de nuevo, la del anochecer, y las gentes salieron a la calle para comentar el susto que habían pasado, y el encendido de las velas bendecidas, y los rezos y los temores, y vieron con alivio cómo los rayos iban siendo más escasos y el negro del cielo se alejaba y se deshacía, y todo quedó en un susto y las buenas gentes dieron gracia a Dios, y hasta las malas, y las mujeres se fueron entrando en las casas y ya aliviadas de aquellos temores empezaban a preparar la cena para la familia. Y creo recordar ver muchas caras reflejando satisfacción y sonrisas.
Rogelio. En S. 6/17