Retazos de momentos.
No sé si volvieron alguna vez sus huesos a pisar el polvo de las calles de Santa Cristina, supongo que sí, aunque yo no recuerde, pero es que mi memoria tiene inmensas lagunas, y por desgracia para mí, aumentan día tras día. De todas maneras, creo que su último viaje no rindió parada en el pueblo.
¡Descansa en paz grandullón, que nunca usaste de tu fuerza para asustar a los niños, ni a los grandes!
Aquella tarde, que debió ser en época de la siega, era de las típicas de la zona, calor abrasador durante las horas centrales, y cuando el sol aflojaba, una brisa más o menos alegre, se dedicaba a limpiar el aire, y secar el sudor de las camisas que antes estaban pegadas al cuerpo y ahora, flameando por los costados, dibujaban enormes jorobas en las espaldas de los hombres.
No sé si sería esa brisa, o sería otra la causa de que el aire se hiciera transparente, pero el caballero que iba a horcadas se giró en la montura y se sentó a la amazona, o a la mujeriega, como se decía por aquel entonces, de forma que piernas y cara, todo, miraba asombrado a las montañas de León, o Picos de Europa, que con sus cumbres blancas, y las faldas verdes, o grises, se mostraban a la vista, espléndidas y cercanas, como si te invitaran a coger un puñado de nieve con solo estirar el brazo, ¡tan cerca parecían estar!
La visión era magnífica, espectacular, y para mí fue la primera con esa intensidad, por eso se ha quedado en la memoria como un hito, inmóvil, al lado de otros preciosos, que perduran en mi mente y me alegran la vida, sobre todo en los momentos en que las cosas no son fáciles.
Los montes de León estaban allí, a tocar con la mano a poco que la alargaras. Se veían tan bien, tan cerca, que la brisa calmó al ritmo de las caballerías que andaban camino a casa sin prisas, como el tiempo, el momento, la vida, porque hoy ya sé que la vida es para vivirla, no para correrla; no se deben quemar etapas, tiempo al tiempo, porque cada cosa sucederá a su tiempo, ni antes ni después, ni tampoco sucederá cuando tú quieras.
No sé si volvieron alguna vez sus huesos a pisar el polvo de las calles de Santa Cristina, supongo que sí, aunque yo no recuerde, pero es que mi memoria tiene inmensas lagunas, y por desgracia para mí, aumentan día tras día. De todas maneras, creo que su último viaje no rindió parada en el pueblo.
¡Descansa en paz grandullón, que nunca usaste de tu fuerza para asustar a los niños, ni a los grandes!
Aquella tarde, que debió ser en época de la siega, era de las típicas de la zona, calor abrasador durante las horas centrales, y cuando el sol aflojaba, una brisa más o menos alegre, se dedicaba a limpiar el aire, y secar el sudor de las camisas que antes estaban pegadas al cuerpo y ahora, flameando por los costados, dibujaban enormes jorobas en las espaldas de los hombres.
No sé si sería esa brisa, o sería otra la causa de que el aire se hiciera transparente, pero el caballero que iba a horcadas se giró en la montura y se sentó a la amazona, o a la mujeriega, como se decía por aquel entonces, de forma que piernas y cara, todo, miraba asombrado a las montañas de León, o Picos de Europa, que con sus cumbres blancas, y las faldas verdes, o grises, se mostraban a la vista, espléndidas y cercanas, como si te invitaran a coger un puñado de nieve con solo estirar el brazo, ¡tan cerca parecían estar!
La visión era magnífica, espectacular, y para mí fue la primera con esa intensidad, por eso se ha quedado en la memoria como un hito, inmóvil, al lado de otros preciosos, que perduran en mi mente y me alegran la vida, sobre todo en los momentos en que las cosas no son fáciles.
Los montes de León estaban allí, a tocar con la mano a poco que la alargaras. Se veían tan bien, tan cerca, que la brisa calmó al ritmo de las caballerías que andaban camino a casa sin prisas, como el tiempo, el momento, la vida, porque hoy ya sé que la vida es para vivirla, no para correrla; no se deben quemar etapas, tiempo al tiempo, porque cada cosa sucederá a su tiempo, ni antes ni después, ni tampoco sucederá cuando tú quieras.