Curiosa es la vida, sí, muy curiosa.
Hoy, sala de espera en un hospital.
La gente se pone nerviosa. Las pantallas de información pasan nombres y cifras, y de tanto en tanto, emiten un sonido estridente, de llamada de atención. Todos miramos hacia ellas intentando comprender el mensaje. Alguien a quien no conocemos, se levanta y se dirige a la puerta de la consulta. Le han llamado y en su cara se reflejan rictus de alegría, temor, satisfacción, esperanza desasosiego. Con la mirada todos le acompañamos hasta abrir la puerta de la consulta; la abre, entra, saluda, se gira y cierra.
Se acabó el espectáculo.
Todos contamos mentalmente cuánto nos falta para estar en su lugar.
Pasan unos minutos y todos volvemos a la tarea de esperar. Ardua tarea. A mi lado una señora se retuerce los dedos de las manos. Está nerviosa. La cara se la va crispando, y al verse observada por mí, un simulacro de sonrisa la ocupa la cara, y el brillo de sus ojos intenta darme una explicación. Suelto una palabra inútil para romper el hielo. Funciona, y más con gestos que con palabras, me explica que su marido está ya mucho tiempo en el despacho donde le están haciendo unas pruebas. A ella no la han dejado entrar y eso la tiene muy inquieta. Seguramente es de esas mujeres sufridoras, incapaces casi siempre de entender que sin su presencia los otros también saben vivir.
Van pasando los minutos, lentos, lentísimos.
No se habla mucho en la sala de espera pues siempre piden silencio.
Al fin aparece en pantalla mi número. Entro en la consulta y al cabo, me dicen que he de esperar unos minutos para hacer la segunda parte de la prueba.
Salgo a la sala de espera mientras otro paciente ocupa mi lugar. La señora de antes, tan nerviosa, no está en su sitio; después la veo con un hombre que está ligero de ropa, me imagino que puede ser su marido y quizá está como yo, esperando una segunda parte; la ha cambiado la cara, se la nota más tranquila. Es posible que al tener a su hombre cerca y poder ayudarle (aunque no sea necesario) la haya vuelto la tranquilidad. Se cruzan nuestras miradas un segundo. Su boca se abre en una sonrisa amplia. Se la nota feliz.
Después, al sentarme casi de cara a la pared no dispongo de buenas vistas.
Así, un poco de reojo, observo una chica joven que está enfrascada
Hoy, sala de espera en un hospital.
La gente se pone nerviosa. Las pantallas de información pasan nombres y cifras, y de tanto en tanto, emiten un sonido estridente, de llamada de atención. Todos miramos hacia ellas intentando comprender el mensaje. Alguien a quien no conocemos, se levanta y se dirige a la puerta de la consulta. Le han llamado y en su cara se reflejan rictus de alegría, temor, satisfacción, esperanza desasosiego. Con la mirada todos le acompañamos hasta abrir la puerta de la consulta; la abre, entra, saluda, se gira y cierra.
Se acabó el espectáculo.
Todos contamos mentalmente cuánto nos falta para estar en su lugar.
Pasan unos minutos y todos volvemos a la tarea de esperar. Ardua tarea. A mi lado una señora se retuerce los dedos de las manos. Está nerviosa. La cara se la va crispando, y al verse observada por mí, un simulacro de sonrisa la ocupa la cara, y el brillo de sus ojos intenta darme una explicación. Suelto una palabra inútil para romper el hielo. Funciona, y más con gestos que con palabras, me explica que su marido está ya mucho tiempo en el despacho donde le están haciendo unas pruebas. A ella no la han dejado entrar y eso la tiene muy inquieta. Seguramente es de esas mujeres sufridoras, incapaces casi siempre de entender que sin su presencia los otros también saben vivir.
Van pasando los minutos, lentos, lentísimos.
No se habla mucho en la sala de espera pues siempre piden silencio.
Al fin aparece en pantalla mi número. Entro en la consulta y al cabo, me dicen que he de esperar unos minutos para hacer la segunda parte de la prueba.
Salgo a la sala de espera mientras otro paciente ocupa mi lugar. La señora de antes, tan nerviosa, no está en su sitio; después la veo con un hombre que está ligero de ropa, me imagino que puede ser su marido y quizá está como yo, esperando una segunda parte; la ha cambiado la cara, se la nota más tranquila. Es posible que al tener a su hombre cerca y poder ayudarle (aunque no sea necesario) la haya vuelto la tranquilidad. Se cruzan nuestras miradas un segundo. Su boca se abre en una sonrisa amplia. Se la nota feliz.
Después, al sentarme casi de cara a la pared no dispongo de buenas vistas.
Así, un poco de reojo, observo una chica joven que está enfrascada