Y el colmo total, ya para concluir una mañana exitosa, era que algún abuelo, vecino de era,— que solían ser los encargados de ir a la bodega a por el vino para la comida,— hacia las doce y media —por entonces la una de medio día era la hora de la comida—te preguntara si querías acompañarle a la bodega. Carrera a preguntar a los padres si te dejaban hacerlo, y si decían sí, que era lo habitual, carrera para coger la mano del agüelo y mirar que no se te escapara. Aún creo recordar el tacto áspero, rugoso y encallecido de aquellas manos gastadas, que envolvían mis manos regordetas y tiernas.
El camino se hacía más o menos largo dependiendo de a que barrio tocara ir, si Gallegos, Degaña, o el Centro, pero el calor y el polvo se desvanecían en el momento de entrar en el cañón y abrir la puerta, pues aquel chirrido inefable y el fresquito que salía del fondo en contraste con el calor exterior, valían por cualquier esfuerzo y aún sobraban.
Después habías de cerrar los ojos para acostumbrarlos a la penumbra, casi oscuridad del interior, y con la mano extendida ibas rozando la pared del cañón, comprobando el milagro del frío en pleno verano, cómo sería posible que en tan poco espacio se pudiera pasar del calor tremendo al fresco exquisito que había en el interior de la bodega; te quedarías allí para siempre.
Luego el sonido del vino saliendo por la canilla—aquellos grifos de madera, largos, que se clavaban en la cuba al espitar, y que no perdían una gota de vino—y cayendo en el jarro de barro, o en el garrafón o garrafina, el suspiro de satisfacción de la persona mayor a la que acompañabas, tras trascolarse un vasín con ánimo de limpiar el polvo acumulado en la garganta durante toda la mañana. Si iba solo, aquí solía terminar, si iba con más compañía se había de echar, al menos, otro de despedida; a ti no te tocaba probarlo, excepto en algún caso de acompañante piadoso, que te permitía mojarte los labios con el vino para que te fueras haciendo al sabor de lo bueno.
Y luego ya para casa, con el golpe que era la inversa, salir del fresco al calor y corriendo pues se había de ir deprisa para que no se calentara el vino y a comer que ya solía estar la comida dispuesta.
Después venía el peor momento del día: La siesta.
Era obligatoria, o te ibas a dormir, o si no, era aburridísimo; no podías hacer ningún ruido para no molestar a los mayores, que necesitaban descansar un ratito del larguísimo y muy trabajado día, y lo que les quedaba aún por llegar.
Pero algún día te escapabas, y salías al corral, —la puerta de la calle estaba cerrada en previsión de escapadas— y allí, bajo un sol que atolondraba, que derretía los sesos, deambulabas zanganeando de una esquina a la otra, pero no tardabas en buscar una sobra que aliviara un poco, y allí, calentito, pero no quemado, soñabas cosas de cómo sería el futuro, de cuando fueras grande, o te convertías en héroe de aventuras fabulosas………
El camino se hacía más o menos largo dependiendo de a que barrio tocara ir, si Gallegos, Degaña, o el Centro, pero el calor y el polvo se desvanecían en el momento de entrar en el cañón y abrir la puerta, pues aquel chirrido inefable y el fresquito que salía del fondo en contraste con el calor exterior, valían por cualquier esfuerzo y aún sobraban.
Después habías de cerrar los ojos para acostumbrarlos a la penumbra, casi oscuridad del interior, y con la mano extendida ibas rozando la pared del cañón, comprobando el milagro del frío en pleno verano, cómo sería posible que en tan poco espacio se pudiera pasar del calor tremendo al fresco exquisito que había en el interior de la bodega; te quedarías allí para siempre.
Luego el sonido del vino saliendo por la canilla—aquellos grifos de madera, largos, que se clavaban en la cuba al espitar, y que no perdían una gota de vino—y cayendo en el jarro de barro, o en el garrafón o garrafina, el suspiro de satisfacción de la persona mayor a la que acompañabas, tras trascolarse un vasín con ánimo de limpiar el polvo acumulado en la garganta durante toda la mañana. Si iba solo, aquí solía terminar, si iba con más compañía se había de echar, al menos, otro de despedida; a ti no te tocaba probarlo, excepto en algún caso de acompañante piadoso, que te permitía mojarte los labios con el vino para que te fueras haciendo al sabor de lo bueno.
Y luego ya para casa, con el golpe que era la inversa, salir del fresco al calor y corriendo pues se había de ir deprisa para que no se calentara el vino y a comer que ya solía estar la comida dispuesta.
Después venía el peor momento del día: La siesta.
Era obligatoria, o te ibas a dormir, o si no, era aburridísimo; no podías hacer ningún ruido para no molestar a los mayores, que necesitaban descansar un ratito del larguísimo y muy trabajado día, y lo que les quedaba aún por llegar.
Pero algún día te escapabas, y salías al corral, —la puerta de la calle estaba cerrada en previsión de escapadas— y allí, bajo un sol que atolondraba, que derretía los sesos, deambulabas zanganeando de una esquina a la otra, pero no tardabas en buscar una sobra que aliviara un poco, y allí, calentito, pero no quemado, soñabas cosas de cómo sería el futuro, de cuando fueras grande, o te convertías en héroe de aventuras fabulosas………