Por fin termina la escuela.
Nos ha dicho el maestro que para el lunes vayamos preparados para hacer limpieza de la clase, que la escuela ya ha terminado; los exámenes, bueno no les damos una excesiva importancia, (todos hemos aprovechado muy bien el curso, dijo muy serio el maestro) y por tanto las notas, (todos aprobados) pues no son cosa seria y menos para gente de nuestra edad (8-9) años). Para todos los chavales del pueblo, entre los 6 y los 14, la escuela es algo obligado y por tanto odiado. Significa disciplina y obediencia, horarios, comportamiento, esfuerzo y, bueno todo esto durante el invierno se lleva, pero cuando llega el buen tiempo, eso es otra cosa.
Aquí los pequeños vieron terminados sus días de libertad cuando al cumplir los 6 les enviaron a la escuela, un mundo tan diferente y con el que los venían amenazando tiempo ya, como uno de los males y castigos para el futuro y que en los primeros momentos pensaron que eran reales, después, las cosas fueron cambiando y fue una diversión.
El momento de ir a la escuela era en aquel tiempo el día siguiente al sexto cumpleaños, (cambio trágico, ayer fiesta con cuelga incluida, y hoy, a la escuela, con lo malo que eso ha de ser, y sobre todo si no tienes hermanos mayores que te arropen y libren de los golpes que se pierden por el aire), que entonces era costumbre que se perdieran con demasiada frecuencia, y las advertencias de la madre, cuida de la pizarra que no la rompas y el pizarrín que lo llevas todo en la bolsa, no lo pierdas, y pórtate bien y y y, y realmente era el primer calentamiento que llevaría tu pequeña cabeza. También a esto te acostumbraba la escuela en aquel tiempo.
La escuela, nuestra escuela, era aquel local que estaba situado entre las casas de los maestros y la torre de la iglesia.
Se entraba por la parte de la torre que hacía esquina con la pared de la escuela. Esta esquina era habitualmente el lugar de las meadas y si los pequeños se encontraban en apuros también había de lo otro, los mayores ya se escondían un poco y además tenían el campo de operaciones más extenso.
La puerta era pequeña, de alto y de ancho, de madera, ya bastante ajada, con algunas manchas de pintura que quizá fuera roja en su momento. Sospecho que solamente viera la pintura en el momento de ser realizada en el taller, quizá aún del Sr. Mateo, e instalada en su lugar, después, solo la cubrió el olvido.
Al pasar la puerta, el pasillo de entrada al “aula” seguía en línea recta, y a la derecha había un espacio amplio que servía de carbonera, carbón de piedra para la estufa, que en los días del invierno intentaba atemperar un poco aquel gélido local. El polvo negro del carbón estaba alojado en las paredes y el suelo de manera que si te rozabas un poco ya te habías marcado. A medida que el montón mermaba se iba acotando hacia el rincón con unas maderas y se barría el suelo, supongo que también se lavaría de alguna manera al igual que las paredes.
“El aula” era toda una pieza, ancha y larga, con bancos y mesas en el centro, dejando un pasillo a su rededor por el que paseaba el maestro, que iba vigilando los trabajos de los alumnos y también mirando de sorprenderlos en sus travesuras. Si alguna vez lo conseguía solía saberse por el ruido del cachete o reglazo, y si había murmullo, se hacía el silencio de inmediato entre las risitas cómplices o temerosas, según de quién fueren y a todos nos entraba de golpe un ataque de aplicación por el estudio. No solían gritar aquellos maestros.
Las mesas de los alumnos eran largas y de diferentes alturas pero nunca a la ideal del estudiante, tenían incrustados tres o cuatro tinteros de porcelana blanca de los que se servían todos cuando tocaba escribir, y naturalmente las manchas de tinta eran copiosas. Las mesas eran muy practicas pues tanto servían para cuatro como para ocho, era cuestión de apretarse un poco y los bancos tenían también esa misma propiedad, pero en estos se notaba más el paso del tiempo y de los traseros de los niños de varias generaciones restregando contra ellos sus pantalones pues habían conseguido gastarlos en algunos puntos y estaban más brillantes que las mesas.
Al fondo de la sala había un altillo entarimado en el que se hallaba la mesa del maestro y su sillón y en la pared, lado derecho una pizarra y al izquierdo, creo recordar que había algún mapa, pero no recuerdo de qué, también había, creo, una pequeña estantería al centro con algunos libros.
Mirando desde aquí el maestro dominaba bien la escena, pues las filas de mesas y bancos estaban ocupadas por edades, empezando por los más pequeños, de forma que nunca unos taparan a los otros.
Nos ha dicho el maestro que para el lunes vayamos preparados para hacer limpieza de la clase, que la escuela ya ha terminado; los exámenes, bueno no les damos una excesiva importancia, (todos hemos aprovechado muy bien el curso, dijo muy serio el maestro) y por tanto las notas, (todos aprobados) pues no son cosa seria y menos para gente de nuestra edad (8-9) años). Para todos los chavales del pueblo, entre los 6 y los 14, la escuela es algo obligado y por tanto odiado. Significa disciplina y obediencia, horarios, comportamiento, esfuerzo y, bueno todo esto durante el invierno se lleva, pero cuando llega el buen tiempo, eso es otra cosa.
Aquí los pequeños vieron terminados sus días de libertad cuando al cumplir los 6 les enviaron a la escuela, un mundo tan diferente y con el que los venían amenazando tiempo ya, como uno de los males y castigos para el futuro y que en los primeros momentos pensaron que eran reales, después, las cosas fueron cambiando y fue una diversión.
El momento de ir a la escuela era en aquel tiempo el día siguiente al sexto cumpleaños, (cambio trágico, ayer fiesta con cuelga incluida, y hoy, a la escuela, con lo malo que eso ha de ser, y sobre todo si no tienes hermanos mayores que te arropen y libren de los golpes que se pierden por el aire), que entonces era costumbre que se perdieran con demasiada frecuencia, y las advertencias de la madre, cuida de la pizarra que no la rompas y el pizarrín que lo llevas todo en la bolsa, no lo pierdas, y pórtate bien y y y, y realmente era el primer calentamiento que llevaría tu pequeña cabeza. También a esto te acostumbraba la escuela en aquel tiempo.
La escuela, nuestra escuela, era aquel local que estaba situado entre las casas de los maestros y la torre de la iglesia.
Se entraba por la parte de la torre que hacía esquina con la pared de la escuela. Esta esquina era habitualmente el lugar de las meadas y si los pequeños se encontraban en apuros también había de lo otro, los mayores ya se escondían un poco y además tenían el campo de operaciones más extenso.
La puerta era pequeña, de alto y de ancho, de madera, ya bastante ajada, con algunas manchas de pintura que quizá fuera roja en su momento. Sospecho que solamente viera la pintura en el momento de ser realizada en el taller, quizá aún del Sr. Mateo, e instalada en su lugar, después, solo la cubrió el olvido.
Al pasar la puerta, el pasillo de entrada al “aula” seguía en línea recta, y a la derecha había un espacio amplio que servía de carbonera, carbón de piedra para la estufa, que en los días del invierno intentaba atemperar un poco aquel gélido local. El polvo negro del carbón estaba alojado en las paredes y el suelo de manera que si te rozabas un poco ya te habías marcado. A medida que el montón mermaba se iba acotando hacia el rincón con unas maderas y se barría el suelo, supongo que también se lavaría de alguna manera al igual que las paredes.
“El aula” era toda una pieza, ancha y larga, con bancos y mesas en el centro, dejando un pasillo a su rededor por el que paseaba el maestro, que iba vigilando los trabajos de los alumnos y también mirando de sorprenderlos en sus travesuras. Si alguna vez lo conseguía solía saberse por el ruido del cachete o reglazo, y si había murmullo, se hacía el silencio de inmediato entre las risitas cómplices o temerosas, según de quién fueren y a todos nos entraba de golpe un ataque de aplicación por el estudio. No solían gritar aquellos maestros.
Las mesas de los alumnos eran largas y de diferentes alturas pero nunca a la ideal del estudiante, tenían incrustados tres o cuatro tinteros de porcelana blanca de los que se servían todos cuando tocaba escribir, y naturalmente las manchas de tinta eran copiosas. Las mesas eran muy practicas pues tanto servían para cuatro como para ocho, era cuestión de apretarse un poco y los bancos tenían también esa misma propiedad, pero en estos se notaba más el paso del tiempo y de los traseros de los niños de varias generaciones restregando contra ellos sus pantalones pues habían conseguido gastarlos en algunos puntos y estaban más brillantes que las mesas.
Al fondo de la sala había un altillo entarimado en el que se hallaba la mesa del maestro y su sillón y en la pared, lado derecho una pizarra y al izquierdo, creo recordar que había algún mapa, pero no recuerdo de qué, también había, creo, una pequeña estantería al centro con algunos libros.
Mirando desde aquí el maestro dominaba bien la escena, pues las filas de mesas y bancos estaban ocupadas por edades, empezando por los más pequeños, de forma que nunca unos taparan a los otros.