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SANTA CRISTINA DE VALMADRIGAL: A las tres, tocaban a oficio de difuntos....

A las tres, tocaban a oficio de difuntos.
Había prisas por la casa. Las mujeres corrían de acá para allá. Se iban cambiando de ropa al tiempo que achuchaban a los hombres y niños para que hicieran mismo. Las niñas en esos casos ya se veían mujeres y de tal se comportaban.
¡Vamos, que están dando la segunda y mira como estamos! ¡Niño, que te limpies la cara! Si ya me lavé madre…
El oficio era un tostón, todo negro, cánticos que eran lamentos, rezos murmurados, monótonos, con palabras gastadas de puro viejas.
Los velos de las mujeres transparentaban la luz de alguna vela, al mover un poco la cabeza, atrayendo las miradas aburridas de los niños.
La iglesia estaba llena. Los hombres mantenían la gorra en la mano, como temerosos que se les escapara. Ese día se ponían la nueva, la de los domingos. Atrás, en la zona de hombres el rezo solo era un murmullo áspero y sordo. Había muchos forasteros.
Algunas familias llegadas un poco tarde ya no podían escoger sitio y se sentaban como podían, incluso en los bancos de los hombres si quedaba algún espacio.
Después de un tiempo interminable, (que largos se le hacen a un niño los minutos cuando tiene que estar en silencio y quieto) llegaba el momento de la procesión, no recuerdo si cantando o rezando, camino del cementerio.
A la puerta de la ermita se cantaba un responso. Mientras el cura cantaba, los indígenas se mezclaban con los forasteros, o al revés, era igual quien saludara primero, lo importante era el saludo, un poco a escondidas pues el momento era solemne, se estaba rezando por los muertos.
Luego se continuaba hasta el cementerio. Ahora el paso contenido del cura le llevaba a cambiar de sitio, él, que antes era de los primeros, se quedaba ahora entre los últimos. Había que llegar de los primeros para entrarse por entre las tumbas hasta llegar a la de los deudos de cada quien.
Cuando al fin llegaban al cementerio el cura, los monaguillos y algo de compañía que aún seguía en procesión, se abrían en abanico tras pasar la puerta y antes de las primeras tumbas, pues nunca se debe pisar una tumba, —quien se encuentre en ella se merece un respeto, fuere lo que, o quien, fuere— cantaban creo, un miserere, rezaban un responso y alguna otra oración, el hisopo asperjaba simbólicamente a todos los ocupantes del lugar, y al poco se daba por terminado el oficio de difuntos del día de Todos los Santos.
Allí empezaba el saludo de forasteros y lugareños ya sin tapujos ni prisas. Era el momento de los comentarios, las confidencias, informaciones de estado de unos y otros, incluso se encendían algunos cigarrillos, eso sí, siempre con el respeto debido a los muertos y sin hollar las tumbas aunque no hubieran túmulo. Esa noche sería la noche de difuntos, y en ella las almas de los muertos era sabido que hacían cosas…
Los niños no tardábamos mucho en aburrirnos y tras visitar las tumbas blancas, —las de los niños muertos— nos marchábamos al pueblo para jugar y mirar si las madres ya sacaban las castañas asadas lentamente en la ceniza de la lumbre.
Aún me parece notar aquel aroma entrando en mi cuerpo al respirar, cuando lo recuerdo por estas fechas.
A los vivos un saludo y a los muertos que descansen en paz.