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SENRA: Así era, tal cual lo cuentas. Recuerdo perfectamente...

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¡Que pena tan grande! Hoy se nos ha muerto Salvador. Nuestro acordeonista. El de toda Omaña. No encuentro las palabras que puedan describir la tristeza y el dolor que sentimos todos con esta ausencia tan entrañable, aunque quede para siempre en nuestros recuerdos y en nuestros corazones.

Aparte de los cánticos que acompañaban a la celebración de la Misa o del Rosario, que cantaban casi todas las mujeres y niños y muy pocos hombres, en Vegarienza se cantaba poco. Y de música, mucho menos. Vagamente creo recordar un acordeón de madera muy rudimentario que era del primo Paco y que nunca vi tocar a nadie. Los chavales nos fabricábamos chiflos de palero que podían clasificarse como instrumentos de viento, pero de ellos no salía música, solo un sonido inmisericorde para los que estaban cerca. Aquella era tierra de esquilas, campanas y sobretodo panderos que solían tocar las mujeres, y que como decía la canción, eran de pellejo de oveja

Este pandeiro que toco
ye del pellejo una ogüecha
que ayer balaba no monte
y hoy toca que repandiechaaaaa…..

Una de las mejores pandereteras era tía Blanca a la que recuerdo animando una fiesta de carnaval en casa de la frutera, que estaba al lado de la casa de Isaac, en la que los mayores bailaban el Baile Chano típico de por allí. En un recinto bastante espacioso que creo se llamaba El Casino, los hombres se ponían en fila, hombro con hombro, y las mujeres enfrente, todos balanceándose ligeramente sin desplazarse de su posición, hasta que en un determinado pasaje comenzaban a subir y bajar los brazos entrecruzándose hombres y mujeres. Sería allá por 1952 o 53.

Cuando pasaban las ovejas del pueblo con sus esquilas afinadas según los diferentes tamaños, podía uno hacerse la ilusión de escuchar algo parecido a una melodía. Pero exceptuando las filigranas musicales de los afiladores que de tiempo en tiempo pasaban por el pueblo o el murmullo de las hojas de los chopos movidos por la brisa que nunca faltaba a la orilla del río, el resto de sonidos que por allí se producía podría clasificarse como ruido.

Hubo un acontecimiento musical asociado a la llegada de Senén el de El Castillo y su familia cuando regresaron de Méjico y vivieron temporalmente en Vegarienza, en casa de Teófilo “el secretario“. Sus hijos tenían un gramófono de los que funcionaban a manivela y utilizaba discos de pizarra de La Voz de su Amo, que generalmente eran de música de mariachis. Todos nos sentimos atraídos por el invento y asistíamos como papanatas a las representaciones y bailes que los hijos mayores, Pedro y Loli, hacían vestidos con los trajes típicos mejicanos al son de la música que salía del gramófono, que se tornaba gangosa cuando se iba agotando la cuerda, momento en que los abundantes voluntarios nos peleábamos para darle a la manivela. Creo que fue la primera vez que en Vega oímos música distinta de las sonajas y el retumbar del parche del pandero.

La poca música que oíamos era con motivo de las fiestas de los pueblos, aunque ir de fiesta entonces no era tan sencillo como ahora que los coches particulares facilitan el desplazamiento. A Riello, por ejemplo, íbamos en autobús a media tarde y regresábamos andando los más de ocho kilómetros que dista de Vega, a la una de la madrugada, alumbrados por la Luna y comentando las vicisitudes del baile. Tardábamos algo más de dos horas en llegar a Vega sin parar en todo el camino. ¡Había que tener ganas de baile!. Daba tiempo a todo, incluso a cantar para animarnos y engañar al miedo cuando pasábamos por el robledal de Pandorado en las noches sin luna. Recuerdo una canción algo fanfarrona que decía, más o menos, así

Los de Vega somos buenos,
no nos metemos con naide,
siiii se meten con nosotros,
¡Mosca..! (decía el director de la coral)
Moscagamos en sus padres

Las fiestas de Riello eran a lo grande, con orquesta, pero en el resto de los pueblos lo usual era disponer de un solo músico. Y hasta donde yo recuerdo, el músico siempre era el mismo. Fueras a Posada o a Garueña o en la misma Vega, allí estaba Salvador el acordeonista de Villanueva dándole al fuelle de su instrumento. Delgado y moreno, con un perfil a lo Stewart Granger acentuado por un sombrero de paja cuando actuaba a pleno sol en una romería. Cuando tocaba adoptaba un aire autista, con la cabeza ladeada como escuchándose para no perder el ritmo. Sentado en una silla, con una bayeta amarilla de las de limpiar el polvo sobre el muslo para proteger el pantalón del roce del fuelle, tocaba de forma incansable hasta la hora de cenar. A su alrededor siempre había algún chiquillo tratando de desentrañar la relación que había entre la música que oía y los dedos de Salvador moviéndose por teclas y botones o gente pidiéndole que tocara alguna canción en concreto.

Salvador tocaba sin partitura y tenía un repertorio de unas cuantas canciones que se repetían, como un carrusel, a lo largo de la noche. Costaba un tiempo familiarizarse con las peculiares versiones que hacía de las canciones, pero todos terminábamos danzando al son del fuelle de su acordeón. En la época en que todo era música regional, pasodobles, boleros y valses, parecía que el ritmo que Salvador imprimía a su acordeón era el justo. Cuando en los sesenta y tantos comenzaron a llegar los endemoniados ritmos anglosajones, costaba identificar cada canción a través de la versión tan particular con que Salvador la había incorporado a su repertorio. Mi sentido musical nunca ha sido muy de tener en cuenta, pero a mí me parecía que a todas las piezas les daba el soniquete del Baile Chano. Aquellos ritmos nuevos no gustaban a los más mayores, que nos contemplaban bailarlos incrédulos, intentando dilucidar hasta que grado se podía hacer el tonto. Hartos de tanto ritmo que no entendían y observar que nos movíamos como posesos, se lanzaban a bailar tan pronto Salvador atacaba un pasodoble, como diciendo esta es la nuestra. Recuerdo especialmente el garbo con que los bailaba Pepe el del Taruco, uno de los mozos más talludos de la época, que llevaba a su pareja por toda la pista casi en volandas. La misma extrañeza con que nosotros veíamos bailar el Baile Chano a los mayores, era la que ellos manifestaban cuando nos veían darle al rock y al twist, donde sobresalían los jovencitos que venían ya enseñados desde León, Madrid y otras capitales.

En los pueblos el escenario del baile solía ser la plaza o la escuela o una era y casi siempre era un espacio mal iluminado, ya fuera por la escasez de voltios que caracterizaba a la electricidad de la época e incluso un candil de carburo o intencionadamente porque los mozos organizadores sabían que en el baile habría más animación cuanto más oscuro. Fuera cual fuera el escenario y la iluminación, allí estaba Salvador. Eso era lo que había y vez tras vez íbamos a avisar a Salvador a Villanueva para que nos amenizase la fiesta, ajustando el precio al que se añadía la cena, alojamiento y desayuno en casa de algún vecino. Había que hacerlo con antelación suficiente, pues estaba muy solicitado. Aunque su medio habitual de transporte solía ser el autobús, creo recordar que hubo un tiempo en que Salvador acudía al pueblo donde tenía que tocar en bicicleta, con el acordeón al hombro.

Hubo una época que en Vega se hacía baile cada poco. El Secretario, seguíamos llamándole así por haber sido secretario del ayuntamiento, abrió un bar en su casa y traía a Salvador para hacer baile y así atraer más clientela. Fue una temporada con atracones semanales de los ritmos “salvadoreños“.

Recuerdo que lo que menos me gustaba de los bailes en las fiestas era el parón para cenar, que era mortal para los que no eran del pueblo. Cuando el baile era en Vegarienza, los del pueblo aprovechábamos que Salvador cenaba opíparamente en casa de algún vecino para hacer lo propio. Si eras forastero, el paréntesis sin música se hacía eterno. No solo tenías que aguantarte el hambre sino también el aburrimiento, además de la incógnita de si merecería la pena tanta espera, si al filo de la medianoche aparecía la Guardia Civil y daba el baile por terminado.

Un año en la fiesta de San Salvador de Vega, cuando ya casi no había mozos en el pueblo, nos encargamos de organizar los festejos los jovenzuelos. Fuimos a León a pedir permiso en el Gobierno Civil para poder tener baile hasta las doce de la noche. Pasar de la media noche era entrar en zona pecaminosa y la autoridad mostraba un especial celo en protegernos del mal que propicia la oscuridad y la proximidad de los cuerpos danzando. Con todo en regla, además de los típicos juegos de carreras de sacos, de cintas, juego de bolos junto a casa de Pedro, etc, organizamos el bar del baile que tuvo lugar en la era de Maruja. Fue una buena ocasión para comprobar por mi mismo lo que daban de sí dos cubos de agua para lavar los vasos de las consumiciones, tal como había visto con ojos incrédulos en otras fiestas. Tan pronto te devolvían el vaso después de una consumición, se metía en el primer caldero y con dos dedos se le daba un repaso al interior y se aclaraba en el segundo caldero. Se ponía a escurrir boca abajo en el mostrador y ya estaba listo para el siguiente servicio. Al final del baile, el primer cubo debía tener agua de alta graduación. Éramos así de espartanos.

El inevitable acordeón de Salvador fue el encargado de dar marcha al personal, que solo se animó a bailar cuando anocheció y se bailaba a la escasa luz de una bombilla de pocos watios. Al llegar las doce de la noche, con la puntualidad y eficacia ordenada por el Gobernador para aquellos casos, apareció la pareja de la Guardia Civil para verificar que cumplíamos con el horario. Les invitamos a tomar algo y conseguimos un par de horas más de baile. No se si aquella licencia de la autoridad se tradujo en más confesiones con don Eloy teniendo como materia el sexto mandamiento en todas sus variantes pecaminosas de pensamiento, palabra y obra. Cuando liquidamos los gastos, sobró dinero suficiente para fletar un autocar y toda la mocedad y los más pequeños fuimos a visitar las cuevas de Valporquero recien abiertas. Aquella excursión costeada con las libaciones en honor de San Salvador, se recordó durante años por inusual.

Hay que reconocer que en algunas fiestas se hacía un poco el animal con la bebida. Los jovenzuelos no solo nos empeñábamos en bailar raro aquellos ritmos nuevos, sino que también fuimos innovadores en lo del bebercio. Nuestros insolventes bolsillos no podían seguir el ritmo de las consumiciones en el bar de la fiesta o en casa Selima que, además, solía quedar lejos, por lo que recurríamos al autoconsumo. Recogíamos dinero a escote y en un caldero se echaba vino, refresco de limón y algo de licor y bebíamos del caldero a morro por turno. Al poco, además de la mezcla original, también bebíamos las babas de todos los participantes, aderezado todo ello con la dentera que daba el sabor a metal del caldero. Al principio se tenía algo de reparo, pero tras varias rondas desaparecían los remilgos. Beber en caldero era lo menos parecido a hacerlo con la bota de vino, por la dificultad en graduar el trago y algún vehemente terminaba con la pechera empapada en alcohol. Había otros bebedores más finos que si dominaban la técnica, pero que se amorraban al caldero como si acabaran de atravesar el desierto, ganándose la bronca de los demás cotizantes que aguardaban turno. Podría considerarse un antecedente del actual botellón, tan de moda hoy. Si así fuera resultaría que el botellón pudo inventarse en Vega, aunque con el correspondiente toque rústico del caldero de traer agua del río. Quizá fuera más apropiado decir calderón que botellón.

La historia de las fiestas y bailes en Omaña sería imposible escribirla sin los desvelos de la pareja de la Guardía Civil y sin darle a Salvador y su acordeón un papel central y principal. Nos hacía sufrir porque en su acordeón el twist y otros ritmos foráneos sonaban a Baile Chano, pero sin él no habríamos podido corretear entre las parejas que bailaban, tontear con las chicas o experimentar a que sabían las mixturas de alcohol y refresco bebido a morro en el caldero de ordeñar.

Homenaje que hizo Emilio G. de la Calzada a Salvador en su blog el pasado 5 de Septiembre.

Así era, tal cual lo cuentas. Recuerdo perfectamente esos tiempos. Salvador era el artífice que hacia posibles las fiestas. Hubo otro músico, tambien de Villanueva, Ignacio, pero poco tiempo, yo recuerdo de oirlo alguna vez, en san Pedro, en Cirujales. Pero no sé o se fué a vivir a otra parte o dejó el acordeón.
Respuestas ya existentes para el anterior mensaje:
Genial Greta. Las descripciones que hace, son las que muchos hemos vivido durante tantos años con Salvador como protagonista. Todo un homenaje a su memoria
Pilar: Mencionas a Ignacio. Otro acordeonista. Eran cuñados, estaba casado con una hermana de Salvador. El no tocaba de oído, quería hacerle con técnica musical. Durante unos días fuimos juntos, aquí en Madrid, a un profesor que yo tenia. El ya sabía tocar, pero quería perfeccionarse. Tuvo muy mala suerte. Estando en Villanueva le dio un ictus ... (ver texto completo)