VAL DE SAN LORENZO: Por otro sitio no sería decente salir de León, capital...

Por otro sitio no sería decente salir de León, capital de reino. Hay que salir por San Marcos, por «el camino. Primero, por fidelidad a un camino andado durante siglos por nuestros hermanos en la Fe de Cristo y en la predicación de su primo Santiago, hijo del Trueno, primer mártir entre los doce. Luego, porque «el camino» que pasa por delante de la casa de María, frente al aeródromo, testigo de tanta gracia de las alas españolas, con la huella de Morato en el barro de la pista, es un camino maravilloso.

Le llaman allí a este trozo La Campiña o El Páramo. Casi todos los pueblos se llaman «del páramo» o «del camino». Y tú dirás, lector, que esto no es formalidad. O es campiña o es páramo, ¿no es eso? Pues verás: es campiña y fue páramo. Y antes fue bosque. Es una síntesis de la vieja querella del español con su amada: con la tierra. Primero, la tala, la asuela («la maté porque era mía», dice; y se queda tan fresco). Luego, la llora muerta. Y luego la resucita, como a la bella durmiente del bosque. Es una maravilla de tragedia ésta (¿qué hacéis, compañeros, que no habéis sabido escribirla?).

No hace muchos siglos (el siglo es una modesta medida de la escala leonesa) esto fue un robledal. Sabe Dios como se llamaba en la geografía de cualquier romano de la época: a lo mejor, «Asturica Amakur», que es un bonito nombre. Todavía el escudo de esta inigualable ciudad que es Astorga, henchida de gracia y de señorío (y un poco orate también, gracias a Dios) tiene por escudo una rama de roble.

Vino el español hambriento y, ayudado por el moro (bastante brutos los dos, en una época en que si no se era un poco bruto no se era nada), taló por la cepa el robledal. Luego vino el leonés, producto de otros pocos siglos de cultura, de experiencia y de buen sentido, y del páramo hizo una campiña. Está claro, por tanto, que esto se llame todavía páramo en las geografías y que sea campiña en la realidad.

¡Y qué campiña, compañero! Dilatadas llanuras regadas por canales; graderías que mantienen rebaños de vacas; yeguas lustrosas, con el anca brillante, poderosa, con la melena alazana al aire, en toda la indescriptible belleza de este animal en libertad, trotando, alegre, con el belfo abierto a los vientos del Teleno, donde aún hay nieve en pleno agosto. Tierras de pan, abatidas por las máquinas más modernas, que están ahora recogiendo para León una cosecha fenomenal, huertas de judías enanas, linares que han producido más de doscientos mil kilos de lino, que se venden a buen precio en las lonjas de Veguellina y de Benavente (lino para el Eucarístico Banquete, lector, según esta adivinanza, hija de la gracia con que el español cree en Dios: Verde fue mi nacimiento -–azul mi primera flor, –y mi dicha fue tan grande –que llegué al altar mayor). A cada paso, un pozo con un motor, un canalillo abierto a pura azada; el agua haciendo milagros. Cuando el pantano de Barrios de Luna haya terminado, esto será la gran campiña resurrexa y el hombre caerá de hinojos ante su belleza; y del limo de los viejos robles muertos saldrá el pan y el oro del seno de la tierra que esperaba la caricia de su infiel amante arrepentido.

Entre León y Astorga todo es anuncio de que esta heredad tan vieja, tan ilustre, por cuyas entrañas corre el eje abrasador de un amor apasionado del hombre por la tierra (a veces hasta matarla) va a ser otra vez un campo de felicidad. ¡Que alegría, compañero! ¡Que bien marchamos por esta calzada, que parece que saluda al futuro cercano con el mensaje de su pozos artesianos y con el acelerado metrónomo de sus motorcitos de dos caballos! ¿No te entran ganas de cantar? Lo que pasa es que esta canción tiene que hacerla Leopoldo Panero, que es de Astorga. ¡Y un poeta como un castillo, me valga Dios!

Mira. Ahora cruzamos el Orbigo por el puente nuevo. No mires a la derecha porque nos quedaríamos aquí. Aquel soto y aquel puente viejo son el soto y el puente en que lidió su paso honroso don Suero de Quiñones (lo único bueno que hizo el conde Luna, aquel bárbaro del que hablamos hace días, fue engendrar a don Suero). Este fue uno de los últimos episodios de la caballeresca medieval. (Por que el último lo lidió, en la realidad, don Beltrán de la Cueva. En la fantasía, Don Quijote.) Don Suero y sus amigos rompieron aquí trescientas lanzas contra caballeros gascones, tudescos, lombardos y levantinos (uno de los levantinos pereció en el juego, porque los juegos de los españoles son con presencia de la muerte, y las lanzas de don Suero no estaban despuntadas: tenían un fierro de dos palmos). Don Suero estaba «preso de amor» por una lebaniega (cuando vayamos a Liébana te lo explicaras, lector) y cifró en trescientas lanzas su liberación. Si esto fue el ultimo fulgor de aquella especie de flamenquismo que les quedaba a los españoles después de tener acorralado al moro al otro lado de Sierra Elvira, no lo sé. Don Suero lidió en la Vega, como buen leonés. El tenía que apuntarse un tanto de fantasía, y se lo apuntó. Vaya usted a saber si en el fondo del actual flamenquismo no está, un poco deformada, la misma idea caballeresca de don Suero en Hospital de Orbigo. A lo mejor, cuando el matón de la calle dice: «por aquí no pasa nadie sin pedirme permiso», lo que hace es dar una traducción, un poco libre, si se quiere, de un «paso honroso», con el de don Suero de Quiñones en el siglo XV junto a ese soto, en ese puente que (¡congratulaciones, señores ingenieros!) ha sido restaurado con muy buen gusto, como monumentos viario y como monumento caballeresco. (Para mayor información sobre el suceso léase un bello libro del astorgano Luis Alonso Luengo y léase el poema romántico del duque de Rivas, que está esperando un buen guionista).

Al revolver una curva de la carretera –del «camino»– casi nos sale un «ultreya» anticipado. A nuestros pies, con su torres doradas, Astorga, adorable ciudad, ni dormida ni nada, sino esperando su otro momento, que va a llegar. Ella, mientras tanto, ¡conserva con tanto celo su cetro de metrópoli de una provincia del César, que... ya verás, lector, ya verás qué ciudad extraña y fascinante! No tiene nada que ver con la versión vulgar que tienes a través de un primor de su repostería –nada despreciable, entendámonos–, pero que no constituye, ni mucho menos, el eje de la existencia de una ciudad que tiene una diócesis apostólica, una catedral maravillosa ¡y dos periódicos diarios, que caramba! ¡Dos periódicos! (La Luz y El Pensamiento, nombres de periódicos si los hay.) Y una tradición liberal y un tradición conservadora ¡y una gracia! ¡Y un reloj... Y un aire! Y el pendón de Clavijo. Y un marqués que puede hacer las veces de obispo en Roma. Y un versículo del Eclesiástico que pone los pelos de punta sobre la ventana del calabozo de las adúlteras. Y el atrevimiento arquitectónico más original de nuestro tiempo (¡Gaudí a la vista!) Y, sobre todo, lo que Astorga tiene es que todavía está en armas contra Napoleón Bonaparte. Y eso vale la pena de que lo expliquemos, ¿no es verdad, compañero? Pues explicaremos eso y muchas cosas más sobre Astorga, sorprendente ciudad llena de una rara vitalidad desconocida.

Las doce de la mañana en la plaza de Astorga son un espectáculo de civilización. Nada hay más civilizado (más de ciudad) que este palacio maravilloso, levantado a la gloriosa institución municipal. En una sola pieza y en su género puede ser el más proporcionado y bello de España. El Ayuntamiento de Astorga, labrado en una piedra plateada y con el turbulento virus de Juan de Badajoz metido dentro, es, de noche, iluminado por luces indirectas, como una obra de orfebrería. Guarda cantidades ingentes de materia histórica. Desde que Astorga fue «convento jurídico» hasta que la defendieron Santocildes y dos compañías de voluntarios contra el mariscal Junot, sobre este mismo lugar, en que se guarda el pendón de Clavijo (por el que un rey dio medio marquesado), han sonado las mejores o las más dramáticas o las más gloriosas horas de Astúrica Augusta, y se ha dictado ley y se ha impuesto norma y se ha canalizado vida sobre la inmensa campiña en la que aún viven pueblos como el maragato, hijos del misterio.

Desde hace siglo y medio, las horas de esta acrópolis las cuenta un famoso reloj, sobre cuyas campanas golpean dos muñecos maragatos con sus martillos de hierro. He oído las doce en la plaza, casi desierta: las doce de la mañana en agosto caen a plomo, verdaderamente a plomo, casi derretido, y se van con las cigarras por el sol hasta las eras próximas en que zumbaban, optimistas, como enormes abejorros, las trilladoras mecánicas. El polvo del trigo flota bajo el mediodía, hasta llegar a posarse sobre nuestra piel, que empieza a tomar un color dorado y labriego. Estamos orgullosos, compañero, de esta patina que nos da un aire importante y antiguo, de «hijo de algo». De algo tan enternecedor como esta tierra. (¡Ay, si fuera verdad!) Hasta las piedras de la ciudad parece que están bruñidas con este oro vegetal.

El reloj no es del famoso relojero astorgano Losada (como creen incluso algunos astorganos), sino de Bartolomé Fernández, que hizo también el de la catedral, a fines del siglo XVIII. Losada es mucho más moderno. Era un artífice extraordinario, un poco trasto, carbonario y conspirador, que se casó en Londres con la viuda de su patrón, un relojero de Regent Street 103, y que construyó maravillas para todas las cortes del mundo y regaló a Madrid el reloj de la Puerta del Sol.

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