VAL DE SAN LORENZO: El marquesado de Astorga pesa también. Los marqueses...

El marquesado de Astorga pesa también. Los marqueses de Astorga, dueños del pendón de Clavijo, son de la casa de Ossorio y de Villalobos. Uno de ellos fue alférez del rey Ramiro en la famosa batalla en que hasta el señor Santiago oyó el toque de «botasillas». Tenían la dignidad de canónigos de León de tal manera que dos señores de Villalobos, doña Aldonza y doña Inés, fueron canónigas. Y un obispo de León, un poco fantasioso, como hijo de alemán (el señor de Van d'Escarth de Tréveris), tuvo la humorada, cuando Clemente IX ordenó una visita al sepulcro de San Pedro, de enviarle como canónigo al marqués, que estaba de embajador en Roma. El Papa se extrañó, pero le otorgó al marqués, sin pestañear, y puesto que representaba al obispo, toda la dignidad debida. Y como obispo hizo la visita al marqués de Astorga. Eran los tiempos cortesanos de la Roma papal, barroca, berninesca en la que empezaban a brotar fuentes de tritones y de barbados neptunos. Empezaban también a tener tamaño de bosque los jardines de las villas del patriciado. Debía de ser buena cosa ser embajador del rey de España, canónigo y marqués al mismo tiempo. (¡Qué tiempos, querido Castiella!) Pleno seiscientos. Julio Rospigliosi tenía entonces el mejor cocinero del Imperio. Entre «eso» y los disgustos que le dio el turco en Creta, el generoso Pontífice amigo de España murió pronto.

Por lo que se refiere a Napoleón, cuentan en Astorga que el Corso paso allí una noche, y que se quedó dormido frente a la chimenea del palacio episcopal. Un familiar de Su Ilustrísima que se había quedado por allí husmeando, se le acercó de puntillas, y con un «cachorrillo» de pedernal le apuntó a la nuca. El disparo falló, y al ruido del perrillo sobre la cazoleta se despertó el emperador. (El astorgano que me lo cuenta no puede menos de exclamar: « ¡Mala suerte!») El general Jeannine, gobernador militar de la plaza, tomó represalias muy duras. Era un mal sujeto y un rojillo cursi. Mandó picar el blasón de los marqueses de Astorga en la torre izquierda del Ayuntamiento (picado está), y mandó picar (picada está) la corona, real.

Declaró criminales de guerra a los patriotas y los mandó fusilar. (Hay que decir que no hizo la farsa de someterlos a juicio. Eso habría de ocurrir siglo y medio más tarde.) Asoló Astorga científicamente, como hicieron todos los mariscales del Gran Aventurero. Eran los sujetos poco recomendables que todo el mundo sabe: los que devastaron El Escorial. Su obra habría de completarla entre los «repipis» libertarios españoles admiradores de la Revolución francesa (la que había producido a Napoleón y a los mariscales del pueblo) y otros tunantes que se llamaron del Frente Popular también conforme al modelo de París. Con estas bromas trágicas no ha quedado libro sobre libro, ni cuadro sobre cuadro, ni documento sobre documento, y, a veces, ni piedra sobre piedra.

¿Comprendes, compañero, por qué los astorganos cuando hablan de Napoleón todavía «paran la vista» con un raro aire de ir a tomar un fusil?

Vieja ciudad literaria, Astorga tiene un paseo sobre la muralla: es un jardín como una corona vegetal en la frente de la ciudad, tersa en sus dos mil primaveras. Es un jardín para el discreteo y para la ronda. Desde él pueden verse fabulosas puestas de sol, al fondo el Teleno de color violeta, y se pueden cortar flores paradisíacas. También se puede otear el riesgo.

Hacia el arrabal de San Andrés, gente de campo canta en los bodegones. El hidalgo de la ciudad no le hace escrúpulos al jamón de «La Peseta», ni mucho menos a las menestras de «la Matilde» en primavera. El vino de Cacabelos, asperillo y seco, ayuda al trámite. Y no sin pena, lector, desde el «Camino» saludamos a las torres de esta joven vieja ciudad llamada Astorga. ¡Salud, hidalgos!