En este tiempo de cuaresma y de papas renunciantes porque la carga del cargo los abruma, me viene a la memoria un grato recuerdo olorífico de la infancia. Salir de la escuela al medio día, quedarme rezagada para intentar librar los empujones y la aglomeración de la salida, caminar por el barro o por la nieve haciendo equilibrísmo con las madreñas... siempre ensimismada y soñadora, hasta que algo me sacaba de la ensoñación. El olor maravilloso a fritos con aceite de oliva que salía por las ventanas de las casas. Entonces se me alegraba el día, mientras caminaba rápida hacia casa. Eran los vienes de cuaresma y sabía que habría algo rico para comer. Tortilla de patatas, empanadillas de bonito, buñuelos de bacalao, cualquier cosa rica, pero sabía que no sería cocido. Qué cosas, la iglesia ponía la vigilia como sacrificio para los católicos abteniéndose de comer carne y para mí los convertía en días de fiesta.
¿Y no te recuerda las patatas con bacalao y arroz? A mi me quedó tan grabado que todavía me pego algún que otro banquete; y no sólo en esta época. En León tenemos la suerte de disfrutarlo en muchos sitios y de muchas formas. Un auténtico manjar.
También, también. Qué ricas, alguna vez las pongo que por aquí no es un plato habitual, se come mucho guiso de patatas y pescado, pero fresco. De todos modos tengo que reconocer que nada me sabe tan rico como aquello que guisaba “mami”