Crítica pictórica del cuadro titulado CIELO de Alberto Rodrigo por Carlos Etxeba
Esta vez el pintor Alberto Rodrigo se ha visto atraído por la inmensidad colorística de un atardecer de ensueño. Lo mismo le sucedía al pintor inglés William Turner. Se dedicó toda su vida a matizar los colores infinitamente variables del cielo, impotente de reflejar la inconmensurable grandeza de la luz.
En este cuadro el objeto pictórico es doble e inmenso. Un horizonte coronado por un cielo infinito. El arte está en coordinar los matices de estos dos extremos: el horizonte arde en un atardecer en llamas y el cielo arde en un atardecer sanguinolento.
En la lejanía solamente se ve una pequeña franja de tierra parda y oscura con unos matorrales al fondo que sirven de contrapunto colorístico a una eclosión de color circundante.
La naturaleza está muriendo y su sangre impregna todo el paisaje. Las llamas del incendio del horizonte son delicadamente rojizas y amarillas. Las llamas del incendio del cielo son delicadamente amoratadas, rojizas y azuladas. La luz emite fulgores moribundos de despedida y sus rayos son gritos de dolor pictórico ante la oscuridad inminente que se acerca poco a poco.
Esta contraposición de matices de luz entre el cielo y la tierra le ha dado al pintor pie para reflejar en colores nada menos que la confrontación eterna existente en el universo entre la luz y la oscuridad, trasunto sicológico del drama escondido en el alma humana entre la felicidad y la desgracia, la vida y la muerte.
Hay que felicitar al pintor Alberto Rodrigo por haber reflejado en su cuadro algo que tenemos todos en el fondo del alma a imitación de la naturaleza. Todos nos esforzamos como en los atardeceres por permanecer mientras nos arrastra la oscuridad para desaparecer.
Esta vez el pintor Alberto Rodrigo se ha visto atraído por la inmensidad colorística de un atardecer de ensueño. Lo mismo le sucedía al pintor inglés William Turner. Se dedicó toda su vida a matizar los colores infinitamente variables del cielo, impotente de reflejar la inconmensurable grandeza de la luz.
En este cuadro el objeto pictórico es doble e inmenso. Un horizonte coronado por un cielo infinito. El arte está en coordinar los matices de estos dos extremos: el horizonte arde en un atardecer en llamas y el cielo arde en un atardecer sanguinolento.
En la lejanía solamente se ve una pequeña franja de tierra parda y oscura con unos matorrales al fondo que sirven de contrapunto colorístico a una eclosión de color circundante.
La naturaleza está muriendo y su sangre impregna todo el paisaje. Las llamas del incendio del horizonte son delicadamente rojizas y amarillas. Las llamas del incendio del cielo son delicadamente amoratadas, rojizas y azuladas. La luz emite fulgores moribundos de despedida y sus rayos son gritos de dolor pictórico ante la oscuridad inminente que se acerca poco a poco.
Esta contraposición de matices de luz entre el cielo y la tierra le ha dado al pintor pie para reflejar en colores nada menos que la confrontación eterna existente en el universo entre la luz y la oscuridad, trasunto sicológico del drama escondido en el alma humana entre la felicidad y la desgracia, la vida y la muerte.
Hay que felicitar al pintor Alberto Rodrigo por haber reflejado en su cuadro algo que tenemos todos en el fondo del alma a imitación de la naturaleza. Todos nos esforzamos como en los atardeceres por permanecer mientras nos arrastra la oscuridad para desaparecer.