Adiós, por fin, mi querido
veinte veintiuno.
Sí, querido, pues me has dado tanto
que no agradecértelo sería injusto,
al menos por mi parte.
Ahora bien, debo decirte
con la misma determinación
que has sembrado, en muchos de tus días,
senderos con sufrimiento, dolor y ausencias.
Ausencias, quizá a destiempo,
o cuanto menos inesperadas.
Se me antoja lejos, muy lejos,
aquel primero de enero cuando naciste,
justo después de las doce campanadas
que señalaron la partida,
para no regresar jamás,
de un aciago veinte veinte
que nos asoló sin misericordia alguna.
Te recibimos entonces con los brazos abiertos,
con la mirada esperanzada,
deseosos de que “todo esto” terminase
y despertásemos de esta cruel pesadilla.
Pero no fue así.
Después de trescientos sesenta y cinco días
y consumida la última uva,
has partido en silencio y sin estruendo,
para jamás regresar,
dejándonos con más soledad
y una “nueva variante”
como tu penúltimo regalo.
Pero amanece un veinte veintidós,
hasta ahora desconocido,
al que recibimos sin demora,
con el corazón en un puño,
con la mirada empañada
por lágrimas de esperanza,
al comprobar esa luz que le acompaña.
Bienvenido seas, nuevo año.
Bienvenido sea, cada día y cada atardecer.
Bienvenidas las palabras, los sueños
y los silencios provocados.
Bienvenido todo aquello que nos depares
pues sé que este año será nuestro año.
Sé que será mi año,
y el tuyo
y el suyo.
Y en este, tu nacimiento,
cuando aún gateas
pues no has empezado a caminar,
levanto mi copa para brindar por tu llegada,
abriendo mis brazos de par en par
y así poder abrazarte, sin miedos.
José Manuel Contreras
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