---LA OTRA CIUDAD ENCANTADA---
Templos románicos y acantilados rodean el paisaje fantástico de las Tuerces, a un paso de la montaña palentina
Nada más dejar atrás Aguilar de Campoo y las montañas que lo han visto nacer, el Pisuerga, que ya es un río grandecito, bordea el páramo de las Loras por el cañón de la Horadada, entre cortados de más de cien metros de altura. Junto al despeñadero, formando un segundo escalón, se levanta la meseta de las Tuerces, en cuya masa caliza el agua laboriosa ha esculpido una ciudad de cuento de Borges, llena de túneles, puentes, pasadizos, laberintos y mesas gigantes. Una ciudad que recuerda mucho a la Encantada de Cuenca, con la diferencia de que aquí no hay taquillas, restaurantes y tenderetes de trilobites, porque las Tuerces son, además de monumento natural, monte público.
Esta arquitectura onírica, de paredes cóncavas y callejones sin salida, ha actuado desde tiempos remotos como un imán para la humanidad, gran amiga de lo irracional. Ahí están las cuevas Corazón, Rubio o Tino, en las que se han hallado materiales que se remontan al paleolítico medio. Y ahí está, al otro lado del cañón, el castro del monte Cildá, que algunos arqueólogos -empezando por Adolf Schulten- han identificado como la ciudad cántabra de Vellica, a cuyos pies los romanos libraron (y ganaron) la primera batalla importante contra las tribus norteñas, con César Augusto a la cabeza.
En el mismo municipio que el castro, Olleros de Pisuerga, se encuentra la iglesia de los Santos Justo y Pastor, que fue excavada cuan grande es, con sus dos naves y sus bóvedas apuntadas, a fuerza de pico en la roca madre del monte, probablemente por monjes mozárabes que huyeron en el siglo IX de las fatigas aún peores que les producían los moros. No muy lejos, en Villacibio, se descubre la también rupestre ermita de San Pelayo, adornada con primitivos arcos de herradura. Y en un radio de diez kilómetros, cinco cimas del románico palentino: Santa Cecilia de Vallespinoso, Santa Eufemia de Cozuelos, San Andrés del Arroyo, San Pedro de Moarves y Santa María de Mave. Arpías, dragones, centauros, demonios, guerreros y ángeles justicieros habitan estos mundos de roca caliza, no menos disparatados y hermosos que el de las Tuerces.
Un túnel espectacular
Cerca del monasterio de Santa María, en la localidad de Mave, arranca el camino más bello que existe para acercarse a pie a las Tuerces: una ruta de cinco kilómetros (dos horas, sólo ida) que se inicia siguiendo la pista de tierra que lleva, entre dos hileras de chopos, hasta la antigua fábrica de harinas La Horadada, en el cañón del mismo nombre. Se continúa dejando la harinera a la izquierda, por una senda que, después de un par de revueltas trazadas artificialmente en la roca, sale a la parte alta del cañón a través de un espectacular túnel perforado por los meteoros. Luego hay que avanzar por el borde del acantilado y, sin perder de vista las marcas de pintura roja -un tanto desvaídas- que señalizan la ruta, desviarse a la derecha para tomar una buena pista que conduce a Villaescusa de las Torres, el pueblo más próximo a la meseta de las Tuerces.
A Villaescusa, si no somos partidarios de andar más de la cuenta, podemos también arrimarnos en coche y limitarnos a hacer el último kilómetro de subida por la empinada trocha que nace poco más adelante del cementerio, siguiendo el hilo de agua pura de un manantial que brota por una brecha de la pared rocosa, a la sombra de un fresno monumental. Paneles informativos que contienen listas y cifras mareantes de periodos geológicos jalonan el acceso a esta ciudadela de titanes, formada por el cemento de millones de conchas y corales a mediados del cretácico (hace unos 98 millones de años, según los paneles) y labrada gota a gota por el agua, bajo cuyas torres y murallas formidables el visitante se siente minúsculo y gris, como en un grabado de Piranesi.
Barcos en la niebla
Merece la pena salirse del sendero trillado para curiosear en los callejones laterales que se abren a la izquierda según se asciende. En ellos, además de pequeños ejemplares relictos de haya, avellanos y una espesura de arbustos que contrasta con las verdes praderas y los tomillares de las zonas más abiertas de las Tuerces, descubriremos platillos volantes y dinosaurios cuellilargos, fosos y almenas, proas de barcos afantasmados por la niebla y arrecifes donde los charcos de lluvia evocan las bajamares del océano que anegó estos andurriales en tiempos de los plesiosaurios y los mosasaurios.
Sin pérdida posible, porque se halla en lo más alto del monte, a 1.081 metros sobre el nivel actual del mar, arribaremos a Peña Mesa, una rocaseta del tamaño de una casa, donde podrían vivir holgadamente todos los gnomos que en el mundo son y han sido, con grandes clavos a modo de peldaños que, en tiempo seco, permiten encaramarse al sombrero-tejado para mejor contemplar el panorama. A poniente, allende el tajo curvo y profundo de la Horadada, se divisa el castro del monte Cildá, por el que se batió el cobre todo un emperador. Al norte, la muy noble y muy galletera villa de Aguilar de Campoo. Y más al norte todavía, Fuentes Carrionas, las montañas de más de 2.500 metros donde el Pisuerga aflora, desaparece y vuelve a aparecer, jugando al escondite con los osos. Enésimo prodigio que obran el agua y la bendita roca caliza.
Un saludo a todos/as.
Templos románicos y acantilados rodean el paisaje fantástico de las Tuerces, a un paso de la montaña palentina
Nada más dejar atrás Aguilar de Campoo y las montañas que lo han visto nacer, el Pisuerga, que ya es un río grandecito, bordea el páramo de las Loras por el cañón de la Horadada, entre cortados de más de cien metros de altura. Junto al despeñadero, formando un segundo escalón, se levanta la meseta de las Tuerces, en cuya masa caliza el agua laboriosa ha esculpido una ciudad de cuento de Borges, llena de túneles, puentes, pasadizos, laberintos y mesas gigantes. Una ciudad que recuerda mucho a la Encantada de Cuenca, con la diferencia de que aquí no hay taquillas, restaurantes y tenderetes de trilobites, porque las Tuerces son, además de monumento natural, monte público.
Esta arquitectura onírica, de paredes cóncavas y callejones sin salida, ha actuado desde tiempos remotos como un imán para la humanidad, gran amiga de lo irracional. Ahí están las cuevas Corazón, Rubio o Tino, en las que se han hallado materiales que se remontan al paleolítico medio. Y ahí está, al otro lado del cañón, el castro del monte Cildá, que algunos arqueólogos -empezando por Adolf Schulten- han identificado como la ciudad cántabra de Vellica, a cuyos pies los romanos libraron (y ganaron) la primera batalla importante contra las tribus norteñas, con César Augusto a la cabeza.
En el mismo municipio que el castro, Olleros de Pisuerga, se encuentra la iglesia de los Santos Justo y Pastor, que fue excavada cuan grande es, con sus dos naves y sus bóvedas apuntadas, a fuerza de pico en la roca madre del monte, probablemente por monjes mozárabes que huyeron en el siglo IX de las fatigas aún peores que les producían los moros. No muy lejos, en Villacibio, se descubre la también rupestre ermita de San Pelayo, adornada con primitivos arcos de herradura. Y en un radio de diez kilómetros, cinco cimas del románico palentino: Santa Cecilia de Vallespinoso, Santa Eufemia de Cozuelos, San Andrés del Arroyo, San Pedro de Moarves y Santa María de Mave. Arpías, dragones, centauros, demonios, guerreros y ángeles justicieros habitan estos mundos de roca caliza, no menos disparatados y hermosos que el de las Tuerces.
Un túnel espectacular
Cerca del monasterio de Santa María, en la localidad de Mave, arranca el camino más bello que existe para acercarse a pie a las Tuerces: una ruta de cinco kilómetros (dos horas, sólo ida) que se inicia siguiendo la pista de tierra que lleva, entre dos hileras de chopos, hasta la antigua fábrica de harinas La Horadada, en el cañón del mismo nombre. Se continúa dejando la harinera a la izquierda, por una senda que, después de un par de revueltas trazadas artificialmente en la roca, sale a la parte alta del cañón a través de un espectacular túnel perforado por los meteoros. Luego hay que avanzar por el borde del acantilado y, sin perder de vista las marcas de pintura roja -un tanto desvaídas- que señalizan la ruta, desviarse a la derecha para tomar una buena pista que conduce a Villaescusa de las Torres, el pueblo más próximo a la meseta de las Tuerces.
A Villaescusa, si no somos partidarios de andar más de la cuenta, podemos también arrimarnos en coche y limitarnos a hacer el último kilómetro de subida por la empinada trocha que nace poco más adelante del cementerio, siguiendo el hilo de agua pura de un manantial que brota por una brecha de la pared rocosa, a la sombra de un fresno monumental. Paneles informativos que contienen listas y cifras mareantes de periodos geológicos jalonan el acceso a esta ciudadela de titanes, formada por el cemento de millones de conchas y corales a mediados del cretácico (hace unos 98 millones de años, según los paneles) y labrada gota a gota por el agua, bajo cuyas torres y murallas formidables el visitante se siente minúsculo y gris, como en un grabado de Piranesi.
Barcos en la niebla
Merece la pena salirse del sendero trillado para curiosear en los callejones laterales que se abren a la izquierda según se asciende. En ellos, además de pequeños ejemplares relictos de haya, avellanos y una espesura de arbustos que contrasta con las verdes praderas y los tomillares de las zonas más abiertas de las Tuerces, descubriremos platillos volantes y dinosaurios cuellilargos, fosos y almenas, proas de barcos afantasmados por la niebla y arrecifes donde los charcos de lluvia evocan las bajamares del océano que anegó estos andurriales en tiempos de los plesiosaurios y los mosasaurios.
Sin pérdida posible, porque se halla en lo más alto del monte, a 1.081 metros sobre el nivel actual del mar, arribaremos a Peña Mesa, una rocaseta del tamaño de una casa, donde podrían vivir holgadamente todos los gnomos que en el mundo son y han sido, con grandes clavos a modo de peldaños que, en tiempo seco, permiten encaramarse al sombrero-tejado para mejor contemplar el panorama. A poniente, allende el tajo curvo y profundo de la Horadada, se divisa el castro del monte Cildá, por el que se batió el cobre todo un emperador. Al norte, la muy noble y muy galletera villa de Aguilar de Campoo. Y más al norte todavía, Fuentes Carrionas, las montañas de más de 2.500 metros donde el Pisuerga aflora, desaparece y vuelve a aparecer, jugando al escondite con los osos. Enésimo prodigio que obran el agua y la bendita roca caliza.
Un saludo a todos/as.