El Expreso de La Robla trae, ya no lleva.
Feve reconvierte para el turismo el trayecto que emplearon miles de leoneses para buscar en Bilbao lo que se le negó a esta tierra
18/04/2010 a. caballero
El Expreso de La Robla es un bucle. Una vía que cicatriza con turistas la herida abierta en los años del desarrollismo, cuando El Hullero se llevó junto al carbón de las minas leonesas las manos para poder accionar las palancas de los altos hornos vizcaínos. En cada casa, a la orilla de la vía métrica, hay una historia: un hermano que se marchó a Bilbao, una prima que entró a servir en casa de unos señores junto a la ría... Hoy, la senda por la que se fue más de una generación a dar futuro a otra tierra, el itinerario por el que volvían los leoneses del exilio para la fiesta del patrón, es una promesa: lo que se llevó la industria para su revolución retorna en forma de turismo: 1.500 viajeros este año, gracias a la puesta en marcha del nuevo convoy turístico de lujo de Feve; más de 5.500 si se suman los 3.000 del Transcantábrico y los 1.000 del Ciudad de León. La apuesta ya ha tomado vía, pintada en negro _para recordar el carbón que tizna aún las orillas de la vía_ rojo _como los hornos de las acerías_ y verde _afín al paisaje que enmarca todo el recorrido. La esencia cromática del Expreso de La Robla: un tren turístico construido en los talleres de Feve en El Berrón, a partir de la recuperación de cuatro vagones de los años 70, donde se reparten los 28 camarotes dobles, con baño incluido, y otros tres coches más de los años 60, en los que se definen los salones desde los que el viajero disfruta del paisaje, lee, consulta Internet, desayuna o toma algo en el servicio de bar permanente. Todo atendido por una tripulación al nivel de cualquier hotel de primera categoría, pero movido a un ritmo de entre 50 y 70 kilómetros por hora de media durante cuatro días de viaje, con paradas en escenarios naturales cincelados por el paso del tiempo, museos asentados en la tradición y la cultura y ciudades que atesoran la historia de la cornisa cantábrica.
La primera experiencia del Expreso de La Robla revive el viaje que da nombre al tren. Los 360 kilómetros que separan las dos ciudades son recorridos en ambas direcciones, con salida y llegada en Bilbao, pero con estaciones de parada y propuestas diferentes en cada rumbo. El itinerario se abre a mediodía del jueves, alrededor de las 15.45 horas, y encuentra su primer alto en Espinosa de los Monteros. En el apeadero aguarda el autobús para conducir a los viajeros hasta el complejo kárstico de Ojo Guareña: unas cuevas rematadas con la ermita de San Tirso y San Bernabé. Recorridas las galerías que ha trazado el agua, el bus lleva al viajero hasta Sotoscueva para volver a la vía y disfrutar de los paisajes del valle de Mena y el pantano del Ebro, antes de que el sueño le venza en Cervera de Pisuerga, no antes sin catar la cena que saborea en el parador de Fuentes Carrionas.
La montaña herida.
El despertar de la segunda jornada adentra al viajero en la ceremonia de la campanilla. Un tintineo discreto que avisa de que el buffet del desayuno está a punto de abrirse y el motor del tren listo. Se demora el turista entre zumos y cafés en los perfiles que anuncian el paso de la montaña palentina a la leonesa. -œLeón no es Castilla-, han grafiteado en un cartel oficial, en Cistierna, que da paso al bus que aparca en el museo de la Minería y la Siderurgia de Sabero, donde el turista comprueba cómo los rescoldos de la primera industria del acero español, que fracasó porque no llegaba el tren _qué ironía_ todavía dan para busca una alternativa turística en una comarca castigada por la reconversión minera. Allí, el viajero del expreso emprende ruta hacia la atalaya del pantano del Porma y el Museo de la Fauna Salvaje de Valdehuesa. Un enclave en el que puede se cuestiona la voracidad del cazador, pero cuyo debate se mitiga, a mantel puesto en el restaurante El Venado, entre platos de patatas con jabalí, sopa de setas, morcilla y picadillo de venado. Excelencias que patrocinan una siesta que, desde Boñar, todavía le mantiene adormilado al arribar a la estación de León, donde se hará noche, después de pasear el casco histórico y trasegar prieto picudo y cordero en las bodegas de Valdevimbre.
El sábado entra por la ventana colocado en el campanilleo del desayuno. La capital leonesa queda atrás y las Hoces de Vegacervera se ciernen sobre el viajero que, cauteloso, entra en la Cueva de Valporquero pendiente de las estalactitas y estalagmitas que, como ganglios, adornan la garganta embebida de coladas de la imponente formación geológica. La caminata bajo tierra abre boca suficiente para que en Aguilar de Campoo nadie se acuerde de los festines de la víspera. El postre huele a galleta, como le parecerá al turista que impregna todo al atardecer, que vuelve a sorprenderle metido en la diatriba de si los 18 kilómetros de la vía como escolta del embalse del Ebro son suficientes para considerarlo un tren costero. En Espinosa de los Monteros toca parada, fonda para cenar y nueva noche de camarote; una almohada que acariciará más tarde o más temprano el verbenero atrevido, en función de las fuerzas y el orgullo que le imprima al vaso con hielo, como el campo que duerme en la escarcha y que se ve como un cuadro por la ventanilla del angosto camarote.
Festivo al norte de Castilla.
El domingo invita al paseo por Espinosa de los Monteros y Medina de Pomar, donde se festonea el Alcázar de los Condestables y el casco histórico. Los pies ponen el poso para una jornada de museos que, primero en Balmaseda, se detiene en la etnografía de la Fábrica de Boinas de La Encartada, con comida para no defraudar al estómago abandonado al vicio de la carne, y, tras la sobremesa, se deleita en el castillo de la Torre de Loizaga con la mayor colección del mundo de Rolls Royce. No le cabe en la cabeza al viajero, como tampoco lo hacía la chapela, que el lujo sea tan simple.
Todavía con -œEl espíritu del éxtasis- en mente, al viajero le sorprende ver acercarse Bilbao al tren. Como hace casi un siglo, como en aquellos vagones de tablas a los que se fiaba la esperanza de un futuro mejor. Un horizonte que el minero, el aspirante a nómina en altos hornos, ya ha dejado atrás para que ocupe el turista. Ese viajero que pica billete y se da cuenta, aún en el estribo, de que es heredero de un viaje que le ha dejado una herida que nunca acabará de lamerse-¦ El Expreso de La Robla es un bucle-¦
Feve reconvierte para el turismo el trayecto que emplearon miles de leoneses para buscar en Bilbao lo que se le negó a esta tierra
18/04/2010 a. caballero
El Expreso de La Robla es un bucle. Una vía que cicatriza con turistas la herida abierta en los años del desarrollismo, cuando El Hullero se llevó junto al carbón de las minas leonesas las manos para poder accionar las palancas de los altos hornos vizcaínos. En cada casa, a la orilla de la vía métrica, hay una historia: un hermano que se marchó a Bilbao, una prima que entró a servir en casa de unos señores junto a la ría... Hoy, la senda por la que se fue más de una generación a dar futuro a otra tierra, el itinerario por el que volvían los leoneses del exilio para la fiesta del patrón, es una promesa: lo que se llevó la industria para su revolución retorna en forma de turismo: 1.500 viajeros este año, gracias a la puesta en marcha del nuevo convoy turístico de lujo de Feve; más de 5.500 si se suman los 3.000 del Transcantábrico y los 1.000 del Ciudad de León. La apuesta ya ha tomado vía, pintada en negro _para recordar el carbón que tizna aún las orillas de la vía_ rojo _como los hornos de las acerías_ y verde _afín al paisaje que enmarca todo el recorrido. La esencia cromática del Expreso de La Robla: un tren turístico construido en los talleres de Feve en El Berrón, a partir de la recuperación de cuatro vagones de los años 70, donde se reparten los 28 camarotes dobles, con baño incluido, y otros tres coches más de los años 60, en los que se definen los salones desde los que el viajero disfruta del paisaje, lee, consulta Internet, desayuna o toma algo en el servicio de bar permanente. Todo atendido por una tripulación al nivel de cualquier hotel de primera categoría, pero movido a un ritmo de entre 50 y 70 kilómetros por hora de media durante cuatro días de viaje, con paradas en escenarios naturales cincelados por el paso del tiempo, museos asentados en la tradición y la cultura y ciudades que atesoran la historia de la cornisa cantábrica.
La primera experiencia del Expreso de La Robla revive el viaje que da nombre al tren. Los 360 kilómetros que separan las dos ciudades son recorridos en ambas direcciones, con salida y llegada en Bilbao, pero con estaciones de parada y propuestas diferentes en cada rumbo. El itinerario se abre a mediodía del jueves, alrededor de las 15.45 horas, y encuentra su primer alto en Espinosa de los Monteros. En el apeadero aguarda el autobús para conducir a los viajeros hasta el complejo kárstico de Ojo Guareña: unas cuevas rematadas con la ermita de San Tirso y San Bernabé. Recorridas las galerías que ha trazado el agua, el bus lleva al viajero hasta Sotoscueva para volver a la vía y disfrutar de los paisajes del valle de Mena y el pantano del Ebro, antes de que el sueño le venza en Cervera de Pisuerga, no antes sin catar la cena que saborea en el parador de Fuentes Carrionas.
La montaña herida.
El despertar de la segunda jornada adentra al viajero en la ceremonia de la campanilla. Un tintineo discreto que avisa de que el buffet del desayuno está a punto de abrirse y el motor del tren listo. Se demora el turista entre zumos y cafés en los perfiles que anuncian el paso de la montaña palentina a la leonesa. -œLeón no es Castilla-, han grafiteado en un cartel oficial, en Cistierna, que da paso al bus que aparca en el museo de la Minería y la Siderurgia de Sabero, donde el turista comprueba cómo los rescoldos de la primera industria del acero español, que fracasó porque no llegaba el tren _qué ironía_ todavía dan para busca una alternativa turística en una comarca castigada por la reconversión minera. Allí, el viajero del expreso emprende ruta hacia la atalaya del pantano del Porma y el Museo de la Fauna Salvaje de Valdehuesa. Un enclave en el que puede se cuestiona la voracidad del cazador, pero cuyo debate se mitiga, a mantel puesto en el restaurante El Venado, entre platos de patatas con jabalí, sopa de setas, morcilla y picadillo de venado. Excelencias que patrocinan una siesta que, desde Boñar, todavía le mantiene adormilado al arribar a la estación de León, donde se hará noche, después de pasear el casco histórico y trasegar prieto picudo y cordero en las bodegas de Valdevimbre.
El sábado entra por la ventana colocado en el campanilleo del desayuno. La capital leonesa queda atrás y las Hoces de Vegacervera se ciernen sobre el viajero que, cauteloso, entra en la Cueva de Valporquero pendiente de las estalactitas y estalagmitas que, como ganglios, adornan la garganta embebida de coladas de la imponente formación geológica. La caminata bajo tierra abre boca suficiente para que en Aguilar de Campoo nadie se acuerde de los festines de la víspera. El postre huele a galleta, como le parecerá al turista que impregna todo al atardecer, que vuelve a sorprenderle metido en la diatriba de si los 18 kilómetros de la vía como escolta del embalse del Ebro son suficientes para considerarlo un tren costero. En Espinosa de los Monteros toca parada, fonda para cenar y nueva noche de camarote; una almohada que acariciará más tarde o más temprano el verbenero atrevido, en función de las fuerzas y el orgullo que le imprima al vaso con hielo, como el campo que duerme en la escarcha y que se ve como un cuadro por la ventanilla del angosto camarote.
Festivo al norte de Castilla.
El domingo invita al paseo por Espinosa de los Monteros y Medina de Pomar, donde se festonea el Alcázar de los Condestables y el casco histórico. Los pies ponen el poso para una jornada de museos que, primero en Balmaseda, se detiene en la etnografía de la Fábrica de Boinas de La Encartada, con comida para no defraudar al estómago abandonado al vicio de la carne, y, tras la sobremesa, se deleita en el castillo de la Torre de Loizaga con la mayor colección del mundo de Rolls Royce. No le cabe en la cabeza al viajero, como tampoco lo hacía la chapela, que el lujo sea tan simple.
Todavía con -œEl espíritu del éxtasis- en mente, al viajero le sorprende ver acercarse Bilbao al tren. Como hace casi un siglo, como en aquellos vagones de tablas a los que se fiaba la esperanza de un futuro mejor. Un horizonte que el minero, el aspirante a nómina en altos hornos, ya ha dejado atrás para que ocupe el turista. Ese viajero que pica billete y se da cuenta, aún en el estribo, de que es heredero de un viaje que le ha dejado una herida que nunca acabará de lamerse-¦ El Expreso de La Robla es un bucle-¦