UN MISIONERO EN JAPÓN
Eran las 8:15 de la mañana del 6 de agosto de
1945, cuando estalló la primera bomba atómica
sobre Hiroshima. El P. Pedro Arrupe, SJ de misión
en Nagatsuka, una población cercana a
Hiroshima, fue testigo directo de la tragedia.
Asombrado e impoente ante lo que veía,
lo primero que hizo fue arrodillarse delante
del Santísimo Sacramento. Su oración fue corta
y decisiva. Salió de la capilla del Noviciado
jesuita, donde era maestro, con una clara
determinación:"Vayán a donde Dios los guie y traigan
comida: todo lo que encuentren y reciban,
haremos de esta casa un hospital".
Él, personalmente, fue recogiendo los heridos
y los atendía gracias a sus conocimientos médicos;
pero ¿dónde encontrar medicinas? La
situación era desbordante. Un hecho providente
salvó muchas vidas. Apareció un señor
con 15 kilos de ácido bórico. Fue la medicina
milafrosa que salvó cientos de vidas.
A causa de los rápidos efectos de la radiactividad
se advirtió no entrar a la ciudad, pero
el P. Arrupe hizo caso omiso a esto: no podía
dejar a nadie sin el auxilio físico y espiritual.
No podía renunciar a su misión de anunciar y
compartir el Evangelio de Jesús en todo
momento y lugar.
Eran las 8:15 de la mañana del 6 de agosto de
1945, cuando estalló la primera bomba atómica
sobre Hiroshima. El P. Pedro Arrupe, SJ de misión
en Nagatsuka, una población cercana a
Hiroshima, fue testigo directo de la tragedia.
Asombrado e impoente ante lo que veía,
lo primero que hizo fue arrodillarse delante
del Santísimo Sacramento. Su oración fue corta
y decisiva. Salió de la capilla del Noviciado
jesuita, donde era maestro, con una clara
determinación:"Vayán a donde Dios los guie y traigan
comida: todo lo que encuentren y reciban,
haremos de esta casa un hospital".
Él, personalmente, fue recogiendo los heridos
y los atendía gracias a sus conocimientos médicos;
pero ¿dónde encontrar medicinas? La
situación era desbordante. Un hecho providente
salvó muchas vidas. Apareció un señor
con 15 kilos de ácido bórico. Fue la medicina
milafrosa que salvó cientos de vidas.
A causa de los rápidos efectos de la radiactividad
se advirtió no entrar a la ciudad, pero
el P. Arrupe hizo caso omiso a esto: no podía
dejar a nadie sin el auxilio físico y espiritual.
No podía renunciar a su misión de anunciar y
compartir el Evangelio de Jesús en todo
momento y lugar.