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MANTINOS: Jirones de lana...

Jirones de lana

07.12.08 -

JOSÉ LUIS DE ROMÁN

Aquella mañana, que solía ser sábado, te levantaban de la cama con más brío aún que de costumbre. Había que lavar el colchón. Entonces se iniciaba un proceso que duraba todo el fin de semana. Eso era lo peor de los colchones de lana.

Una vez lavadas, las vedijas eran extendidas para su secado, tras lo cual llegaba el momento de varear, y aquello tenía dos componentes inseparables, que por una parte proporcionaban placer y por otra cansancio y dolor de manos. Sobre una colcha vieja o una sábana te colocaban el montón de lana apelmazada por el lavado y te daban una vara, que tenía que ser de avellano, para que golpeases o zurcieses todas aquellas vedijas, que saltaban asustadas al sonido de los golpes, del viento cortado por un latigazo.

La técnica parecía sencilla, pero tenía su rito particular, de cara a obtener las máxima eficacia con el menor desgaste, y que además los retazos de oveja no saliesen volando por el aire sin rumbo aparente. Pues eso, que al principio la situación se antojaba apetecible e incluso relajante. Envidiabas el estilo de los mayores y los botes que generaban en el montón de lana y sentías ansias por hacerte cargo de la vara y de la responsabilidad de conseguir la esponjosidad plena de aquel mullido de animal. ¿Puedo? ¿puedo?, y entonces con cierta condescendencia te ofrecían el mando de la operación. Te sentías importante y al instante estabas dando zurriagazos incontrolados contra aquello que no se quejaba. El sonido de la vara rasgando el aire era casi musical y apenas sin darte cuenta te encontrabas descargando furias y adrenalina contra enemigos imaginarios y reales. Lo cierto es que el ejercicio liberaba no pocas tensiones y te bajaba a cero los asomos de agresividad infantil contra Don Ignacio, el maestro que llevaba en su regla restos de las yemas de tus dedos, o contra el abusón del portal, que siempre aparecía a quedarse con el balón cuando estabas en lo mejor de un micropartido en el patio detrás de la casa.

A fuerza de varear y varear, los pelotones de lana de iba haciendo cada vez más ingrávidos y livianos. Algunos se alzaban haciendo dibujos y descendían a cámara lenta para cruzarse con los que ya venían de camino al cielo. Y a fuerza de varear y varear, la mano empezaba a darte también la vara, enrojecida y con alguna que otra ampolla.

Pero apenas acababas de empezar, así que se acercaba algún experimentado zurzidor y te aconsejaba sujetar el palo con un trozo grande de vedija. Aliviaba. Como si con ello compensase el esfuerzo que estabas realizando por ahuyentar los malos espíritus que se habían quedado a vivir dentro del colchón. Y en verdad, o se largaban o acababan machacados como ajo en almidé. Al cabo de una hora tenías el cuerpo de niño envarado, y querías que aquello acabase pronto, pero siempre había alguien que decía: tú dale, que cuanto más le des, mejor vas a dormir después. Ese era el momento en que echabas más de menos el micropartido en el patio, con abusón incluido.

Entonces, en un alarde de visión de futuro se te ocurría comentar: Y si tuviéramos un pikolín. Pero dabas pie al chiste. Sí, y a mí 'Plin'. Anda y descansa un rato.

Claro que descansabas, y almorzabas, y te escaqueabas... Alberto ha estado menos que yo. Pero Alberto ya ni siquiera estaba por allí, y como se trataba de tu colchón pues no había escapatoria posible.

Pero, aunque podía seguirse con aquello hasta el infinito y más allá, llegaba un momento en el que un mayor decía vale y se recogían las varas y las ampollas hasta mejor ocasión. Ya sólo quedaba meter de nuevo la lana en su funda y coser el colchón con unas agujas largas y curvadas que nunca me dejaron utilizar. Aquella noche dormías en una nube, con las manos doloridas, satisfecho, acurrucado en el nido que se formaba bajo tus sueños.

Con el tiempo, el trapero del 'compro, vendo lana vieja', que de vez en cuando voceaba en la calle, se llevó aquel colchón, con todos sus espíritus y el final de tantos y tantos cuentos. Después de él, en efecto, llegaron otros de espuma picada, los pikolines, los flexes, los de muelles, los multielastic, la espuma compactada... y ahora, en que los estudios sobre la importancia del bien dormir nos han aconsejado de casi todo; la rigidez, la blandura, el término medio, las láminas, la madera, el soporte lumbar... uno no sabe con qué colchón quedarse para regresar a aquella sensación de la lana recién vareada. El látex sintético, el natural, la malla de celdas, el viscolástico, en todas las combinaciones y densidades posibles intentan acomodar nuestros cuerpos al sencillo arte de dormir. Como si dependiera sólo de eso, del material con el que se fabrican los somieres y los colchones... Entonces por qué desde que me tiraron sin avisar mi vieja almohada ya nada a vuelto a ser igual.

Quiero decir en ese sutil instante en el que uno se deja caer en la cama y apoya la cabeza sobre lo que no reconoce como suyo.

Los que duermen igual sobre lo que sea, donde y cuando sea, sepan que están eximidos de comprender nada de lo que aquí se relata. Pero tú, que andas persiguiendo con tu espalda, el descanso perfecto, sin que sea eterno, comprenderás que te diga que en estas frías noches de invierno los recuerdos se dejan caer cerca de aquellas mañanas en las que te veías con una vara de avellano entre las manos intentando convertir jirones de lana en copos de algodón. Todo queda lejano e idealizado, pero a buen seguro que en más de una ocasión, en esas en que no paras de dar vueltas por la noche, te da por pensar en el viejo colchón en el que parecía no dolerte nunca nada. Donde tus huesos y tus pensamientos sólo se echaban a dormir y ya.